URBANIDADES
› Por Marta Dillon
¿Dónde está Julio López? ¿Cuánto hace que no está? ¿Qué contestan sus hijos cuando preguntan por él? ¿Hay alguien que pregunte por él sin saber que no está? ¿Se dice en esa casa “desde la desaparición de papá...”? ¿Se convirtió su ausencia en una marca en el tiempo, una línea roja, una línea negra, un abismo en el tiempo, antes cuando estaba y hablaba, después cuando el silencio es una foto mal copiada en el parabrisas de los patrulleros? ¿Cuánto tiempo pasó desde que antes y después se instalaron en sordina para la mayoría? La mayoría que pensamos que ya pasó un año y es tan fácil y tan sorprendente que la vida siga sin que haya estallado su ausencia, ni tambaleado un gobierno, ni siquiera que el miedo haya cambiado de destino persiguiendo a quienes fueron, quienes podrían haber sido, quienes fueron antes los responsables de las marcas que tenía en el pecho y que el albañil quiso mostrar al tribunal donde testificó, el tribunal al que nunca llegó para escuchar la condena de ese hombre con cara de mono, que así recordaba López a Miguel Etchecolatz. Un año no dice nada. Una primavera, un verano, un otoño, un invierno y otra vez primavera para enterarnos absortos de que Julio López sigue desaparecido y la rutina de cada una, de cada uno apenas cambió. Con cuánta facilidad se reorganiza la vida cuando es posible no saber a cada instante que un padre, un compañero, un amigo, un hombre no está porque alguien se lo llevó, amputó su presencia y dejó a cambio un desierto en el que es imposible no mirar. ¿Es imposible no mirar? ¿Acaso no vemos las fotos en los patrulleros? ¿No son un insulto esas fotocopias que muestran nada? ¿Era necesario un año para volver a poner su nombre en esta página o en cualquier otra? ¿Es posible poner su nombre cada día en esta página o en cualquier otra? ¿A dónde vamos a caminar para exigir como mudas que esto no puede ser, es inadmisible, es intolerable, es increíble? Personas mudas que compartimos el horror y no podemos gritar, no sabemos gritar, gritamos a quien tenemos cerca, discutimos sobre cómo o dónde o a quién exigimos y no exigimos o no lo hacemos la mayoría, la inmensa mayoría exculpada con cualquier excusa, cualquier urgencia, cualquier privada rutina que nos permite seguir adelante con la conciencia encorsetada en los dolores propios, en las alegrías propias, en el horror compartido que aprendimos a sobrevivir. Pasó un año, pero tengo la cuenta perdida, tan enquistada está esa ausencia, tan silenciada, tan logrado el objetivo de quienes talaron la vida de ese hombre que tiene un precio por su cabeza, un precio para la información sobre su cabeza, su cuerpo, su vida. Es más que lo que se ofrece por los cientos de chicas desaparecidas, también desaparecidas, con las que convivimos porque no es posible decir que se convive con quien está, con quién se ve y nada más. También las ausencias nos modelan, a cada una y cada uno, a este cuerpo social que integramos a gusto o a disgusto, cuerpo raído, perforado, talado, desarticulado, con sus inmensas lagunas destilando lo que a alguien ahoga y a alguien calma la sed, con lo que se ve y lo que no pero se siente, aunque ese sentir no sea más que la sorpresa y el espanto de saber que seguimos caminando sin saber dónde está Julio López y sí lo que podría haberle pasado. Es tan fácil imaginarlo, hay tantos relatos, tantos y tantas testigos, tantas voces que el coro a veces parece eso, un coro, un telón de fondo de sobrevivientes que seguimos caminando sin saber y sabiendo. Dolorosamente sabiendo.
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