URBANIDADES
› Por Marta Dillon
El silencio que envolvió sus palabras era frágil como una capa de escarcha sobre el agua. Se quebraba cada vez que la voz de Graciela Corballo tomaba impulso en el mismo temblor que nunca se impuso sobre su discurso. Ella, como otras más de 30 mujeres, ocupó una de las bancas que a diario ocupan legisladores y legisladoras de Buenos Aires para que en ese recinto se escuchen sin mediaciones los reclamos más urgentes de las mujeres, pasado el último 8 de marzo. Era curioso, haber querido entrar a ese mismo recinto le había costado a Graciela y a sus compañeras de AMMAR Capital ser víctimas de una represión brutal que se extendió en más de un año de cárcel para dos de ellas. El martes pasado, Graciela habló y el poder de su testimonio hizo tambalear tantos otros discursos.
Graciela puso el cuerpo para contar una historia que no es particular. Preguntó por qué se seguía criminalizando a las mujeres y a las travestis en “estado de prostitución”, por qué se pretendía reglamentar sobre sus cuerpos alojándolos como residuos en guetos donde sobre todo se oculta a los clientes. “Este es un país abolicionista ¿entonces por qué hablan sin escucharnos y legislan sobre nosotras para seguir persiguiéndonos, estigmatizándonos?”
De la prostitución se sigue hablando como el oficio más viejo del mundo. Cuando se habla de moral, como en el caso del gobernador de Nueva York, Eliot Spitzer, se habla en paralelo de prostitución como si tuviera algo que ver con la moral y no con un modo de entender la sexualidad según se hable de varones o de mujeres. O mejor, de modelos hegemónicos y normalizantes que suponen que una parte del mundo tiene derecho y necesidad de satisfacer ese derecho y la otra el deber o la trampa de complacerlo. Cuando al gobernador de Nueva York, convertido en cliente 9 de una red de prostitución, fue delatado en su hipocresía hubo quienes lo defendieron: “Lo que se sabe ahora es que es un ser humano como todo el mundo”.
No es nuevo, pero al mismo tiempo que se sigue discutiendo sobre cuál es lugar donde mujeres y travestis en estado de prostitución deberían ser confinadas, en las cuevas que se anuncian en el diario y que anotan en primer término tanto la edad rayana en el delito de las chicas que ahí ponen el cuerpo como su nacionalidad –¿será que hay algún plus en la subordinación de “paraguayitas”, por ejemplo?– se insiste en ofrecer servicios “sin globito”. No me imagino una sucesión de violencias y discriminaciones –como si pudieran separase– más literales como esos avisos, como la existencia de esas cuevas. Pero eso no molesta, no parece molestar, no se cita a quienes publican para que expliquen, no se dificulta el negocio de la explotación sexual, por ejemplo, evitando que hagan publicidad, como sucede con los cigarrillos que tanto mal hacen a los clientes de las tabacaleras que los consumen. Acá la mayor parte del daño no la llevan los clientes, ¿será ése el problema?
El gobernador norteamericano ya se mostró lloroso en cámara y acompañado de su abnegada mujer que ya no sonríe como en las fotos familiares de campaña. Pero bueno, con o sin sonrisa ella también parece entender que es un “ser humano como todo el mundo”. ¿Será eso lo que se entiende cuando se intenta correr de la vista a quienes están en estado de prostitución? ¿Evitar las tentaciones de quienes son “como todo el mundo”? ¿Y qué serán quienes se ven obligadas a pararse en cualquier esquina para ser expropiadas de su intimidad a cada rato? ¿Qué serán las chicas que habitan las cuevas que se anuncian en el diario?
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