Vie 13.07.2007
las12

CLASIFICADOS

Accidentes provocados

› Por Roxana Sandá

El empleador que contrató a Jessica Gómez para que trabajara en su fábrica Aerosoles Argentinos está preso (su nombre es Norberto Zoon) y el lugar, que voló en mil pedazos, provocó la muerte de siete personas, cuatro mujeres y tres hombres. Para Jessica significaba la ansiedad del primer empleo, una ocupación segura a los 20 años y el manotazo inicial para salir de pobre. Eso repasaba la noche antes de la explosión causada por un cigarrillo que alguien encendió. También previó que no sería inteligente permanecer demasiado tiempo en una empresa donde iban a pagarle cinco pesos la hora, exigirle entre 12 y 16 horas laborables diarias, conminarla a hacerlo en negro y negarle el descanso de fin de semana. Pero en ese barrio de Virrey del Pino, en el partido de La Matanza, no había espacio para zoncear con la espada de la precarización o los derechos históricamente adquiridos. No pensó, eso sí, en un porvenir sepultado por candados que cerraban los portones de la calle Amancay, para evitar que sus operarias salieran y de esa manera reasegurar la producción de insecticidas, desodorantes de ambiente y espuma para carnaval. Sus compañeras Carmen Toscano, Gisela de Paula y Margarita Miranda observaban esta rutina con un parecer similar: llevar plata a casa. Sabían, al igual que otros trabajadores como Gastón Tiso, novio de Carmen; Esteban Pérez y Adrián Pereyra, que las condiciones de seguridad e higiene en el trabajo eran fábula, que junto con ellos trabajaban menores de edad, que los empleados en negro eran obligados a esconderse cada vez que había una inspección, que hubo estallidos anteriores, pero la necesidad terminaba por apagar las inquietudes. El día que la fábrica se consumió en llamas, el 9 de mayo último y el primer día de trabajo de Jessica, su novio, Nahuel López, supuso que algo extraño sucedió porque había un mensaje de la chica registrado a las 5.30, media hora antes de comenzar su turno. Fue lo último que supo de ella. Soledad Caballero, la cuñada de Jessica, dijo que no se rescataron cuerpos sino “pedazos que los bomberos y la policía tuvieron que sacar en bolsas de plástico. A Jessi le faltaban los brazos y las piernas”. Laura Taccari, una de las abogadas del Centro de Profesionales por los Derechos Humanos (Ceprodh) que representa a la familia Gómez, lamenta que “el trabajo basura y precario es hoy la única oportunidad que tienen muchos y muchas para subsistir”. El profesor de Derecho del Trabajo de la Universidad de Córdoba, César Arese, manifestó en una columna de opinión que fueron muertes injustas, previsibles y evitables, y agregó que “los daños personales con causalidad laboral, que no se evitan pudiendo preverse y evitarse, son casos de violencia laboral culposa o dolosamente causadas. Y no basta con exonerarse cargando la responsabilidad sobre patrones desaprensivos. Hay también un compromiso social y estatal”. Sin embargo, la secretaria de Política Ambiental bonaerense, Silvia Suárez Arocena, dio una respuesta apresurada y torpe al explicar que “la fábrica estaba categorizada y en la zona adecuada para funcionar en la actividad de relleno de aerosoles, por lo que estamos frente a un luctuoso accidente”. Durante la IV Semana Argentina de Salud y Seguridad en el Trabajo, en abril último, se difundieron datos oficiales que señalan más de 800 muertes al año en el país por accidentes de trabajo, y unas 500 mil personas que sufren lesiones graves, como mutilaciones o discapacidades. La Central de los Trabajadores Argentinos (CTA) contrapone 2 mil decesos anuales y 30 mil sobrevivientes con discapacidades múltiples. En este universo quedaron atrapadas Jessica y sus compañeras, por ser las muertas que no se ven.

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