DICCIONARIO DE GRANDES MUJERES QUE LA HISTORIA OLVIDó › DICCIONARIO DE GRANDES MUJERES QUE LA HISTORIA OLVIDó
(auténtica creadora de los juguetes eróticos)
Cualquier niño podría responder –en un programa de entretenimientos, obvio– a la pregunta sobre quién inventó la radio, la teoría de la relatividad, la bomba atómica o la programación en flash. Pero difícilmente exista persona, ni participante, capaz de dar con el nombre y apellido de soltera de la filantrópica dama que –justo cuando intentaba succionar uno de los primeros prototipos calentados a leña– se quemó las pestañas y las cejas para dar con un noble aparato vulgarmente conocido como consolador. Si este invento que la humanidad adeuda a la gran artista mexicana Frida Fahlo (Belgranihuacán, Guadalajara, 1720-1780) no fue arrebatado por un nombre de varón, fue porque no hubo hombre, por miedo a las suspicacias, que deseara atribuírselo. (Algunos historiadores mencionaron a un prestigioso parapsicólogo de apellido Book’Ay, quien durante años sostuvo ser el auténtico creador del aparato, aunque luego se comprobó que no había hecho otra cosa que utilizar los moldes de Fahlo sin preocuparse siquiera por agregar o sacar un centímetro.) ¿A qué intereses habrá respondido esta injusta condena al anonimato? Lo más probable es que maridos y amantes de la autora hayan hecho lo imposible por ocultar su gloria, temerosos de que se atribuyera a una deficiencia en sus actuaciones el que la bella Frida buscara en un aparato externo lo que no había encontrado en casa. Difícilmente se llegue a un acuerdo en este punto, y por ello no se descarta la hipótesis abductiva: así como Newton fue inspirado por la caída de una manzana, quizá fuera simplemente una banana que cae de punta lo que despertara la imaginación y el ingenio de la joven pionera. Aun con esas imprecisiones, este diccionario es el primero en sacar a la luz al menos la puntita de lo que se promete como una erecta trayectoria de esta mujer mexicana, vibrante, o mejor dicho, vibradora, si las hay.
Desde su primer día de vida quedó sellado su destino sin consuelo: luego de 600 horas de trabajo de parto, la pequeña nació prácticamente muerta, sin pulso, sin ninguna iniciativa ni proyecto de vida. Mientras su madre agonizaba con 42 grados de fiebre, la beba no pasaba la línea de los 10 grados. Del padre fue la idea, entonces, de bautizarla como Frida, nombre que signaría sus encuentros amorosos desde el primero hasta el último (ocurrido éste un día después de su muerte). La niña fue creciendo sin levantar temperatura hasta que, en una excursión escolar, se topó de lleno con las pirámides de Teotihuacán. “¡Sí que importa el tamaño!”, exclamó encendida. Frida acababa de hallar el modelo de su obra futura y, con ello, el gesto que la erigiría como creadora de firme solidaridad con el género.
Frida, se ha dicho, era mexicana, ¿y es que dónde iba a ver la cara de Dios un invento de estas características si no en el país donde el hombre es más hombre que en ningún otro punto del planeta? “Divide y triunfarás”, habría escrito la princesa Máxima Maquiavelo (esposa del plagiador Nicolás), en un tratado que Frida sabía leer en noches de angustiante e insastisfecho insomnio. Fue ésa la inspiración: era preciso sacar al macho lo que es del macho y de lo malo dejar lo bueno, multiplicarlo como panes flauta y dejar que la creatividad de sus herman@s de sexo (ensayo y error mediante) hiciera el resto. Los prototipos circularon con facilidad, y a vuelta de correo l@s usuari@s adjuntaban comentarios que ayudaban a perfeccionar los diseños. Frida era casi feliz, pero no así su compañero de entonces, Diego El Pintor de la Rivera, quien intervino minuciosamente cada boceto para borrar los rastros del ingenio: allí donde la mano de Fahlo había sembrado compañeros silenciosos, él mintió ramilletes de crisantemos, dolorosas columnas quebradas y loros parados; ella, sin embargo, nunca lo supo. Cuenta la leyenda que Frida, en su fidelidad a lo que había convertido en causa, desarrolló el fanatismo que la llevaría, primero, a numerosos quirófanos, y, finalmente, a la tumba.
Las crónicas de la época mentan un velatorio concurrido y en el que no faltó la clásica exclamación “no somos nada”, aunque nadie se atrevió a decir “nos quedamos sin consuelo”. Así de grande fue el legado de esta mujer. Su tumba, perdida en Père-Lachaise, reza: “Del polvo venimos y con un polvo nos vamos”.
El presente texto es un adelanto exclusivo del Diccionario de pronta aparición en español.
Traducción (y reinterpretación) del nahuatl clásico: Nené Vayiola.
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