VISTO Y LEíDO
› Por Liliana Viola
Una pena en observación
C. S. Lewis
Anagrama
$ 20
C. S. Lewis es el escritor inglés amigo de Tolkien que nació en 1898, profesor de Oxford y de Cambridge, autor de la saga de Narnia, esos siete tomos de fantasía para niños en cuyo homenaje Harry Potter, según la misma Rowling, también tendrá siete partes. C. S. Lewis es además aquel célibe acérrimo defensor del catolicismo —interpretado por Anthony Hopkins en Tierra de sombras— que se enamoró por primera y única vez en su vida, a los 52 años, de Joey Davidman, una poeta norteamericana, judía, comunista, divorciada y con hijos. Se casaron a pesar de los reparos de una comunidad académica conservadora y fueron felices unos años hasta que la muerte —ella murió de cáncer— los separó.
Una pena observada es el registro desesperado y metódico de los signos que deja el desprendimiento en el aire, en el cuerpo y en el razonamiento. La palabra muerte que puede pronunciarse cotidianamente sin causar conmoción, aquí aparece en su capacidad literal, despojada de todo filtro de representación, contundente y desalmada, dejando al hombre solo haciendo movimientos en falso para tratar de entender que lo que era no será. ¿Quién puede afirmar que la muerte es algo natural? Se desespera Lewis como un lobo enjaulado en la vida que le queda. El escritor se transforma en estas pocas páginas, en un cronista atónito de su propia desnudez que le impone prenda por prenda su dolor. La única defensa ante el ridículo, ante la autoconmiseración que lo avergüenza, ante el deseo de no olvidar un rostro y a su vez evitar la tentación de hacer las cosas “como le gustarían a Joy”, es tomar nota de la contradicción. Lewis busca, entre los despojos en que se ha convertido su propia casa y su propia voluntad, algún cuaderno libre. Resuenan las palabras de su amada poco antes de morir: “El sufrimiento de mañana es consecuencia de la felicidad de hoy”. En cuanto encuentra unas hojas en blanco, comienza su descargo: “Nadie me dijo nunca que la pena se siente casi igual que el miedo. No tengo miedo, pero la sensación es la misma; esa agitación del estómago, esa inquietud, bostezos. Paso tragando saliva”. Durante el primer mes de duelo y hasta que se acaben las hojas libres en la casa, anotará sus reflexiones inútiles en tanto pretendan encauzar el movimiento de una mente que va en todas direcciones, en busca de la normalidad que falta. Culpar a Dios, entender a Dios, dudar de Dios, dudar de uno mismo frente al dolor hasta volvérselo a encontrar: “Hay un lugar donde su ausencia me llega localmente a casa, un lugar que no puedo eludir. Me refiero a mi propio cuerpo”. Lewis va construyendo a su pesar y de manera fragmentaria un catálogo de los gestos, reflexiones, movimientos en falso, que provoca lo irreversible. Va desde las quejas existenciales hasta las molestias del roce cotidiano: “Me cuesta absorber lo que dicen los demás. O quizá no quiera escucharlos. Es tan sin interés. Pero deseo que los demás estén cerca. Me aterran los instantes en que la casa está vacía. Si tan sólo hablaran entre sí y no conmigo”.
Este texto sirvió de punto de partida para la película y ha sido tomado por muchos foros católicos para mostrar la duda y el regreso a Dios. Es además una elegía, una canción de enamorado que como todo enamorado no hace más que hablar de sí mismo, no hace más que hacerse indefenso, ya que nada más grave que esto puede pasarle. “Ni siquiera consigo visualizar con claridad su rostro mientras procuro imaginarla. Pero su voz continúa viviente y límpida. La recordada voz que en cualquier momento me convierte en niño que gime y gime.” C. S. Lewis murió en 1963, dos años después que Joey Davidman.
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