VISTO Y LEíDO
› Por Liliana Viola
La maldición de Jacinta Pichimahuida
Lucía Puenzo
Editorial Interzona Editora
Colección Latinoamericana
312 páginas
$ 34
De pie y atenta frente a los umbrales de lo kitsch y de lo freak, Lucía Puenzo decide quiénes van a ser sus personajes, encuentra la voz entrecortada que caracterizará la manera de comunicarse entre ellos, y entonces narra los conflictos superfluos que allí suceden, como si todo ocurriera por una maldición, la estupidez, o por un efecto de carambola: chocarse y seguir.
En su primera novela, El niño pez, desde los mismos umbrales daba voz a jóvenes esquivos, con discontinuos intereses, ajenos a las leyes de las tramas y al fervor por los acontecimientos. Puenzo demostraba entonces una rara aunque incipiente habilidad para construir mundos aparte, poco amables para con los lectores que si quieren enterarse deben someterse a tiempos muertos, disquisiciones perdidas, huidas de un sentido común que en este contexto suena perimido.
Ahora, en La maldición de Jacinta Pichimahuida, con un mayor dominio de sus propios recursos, la voz entre irónica y desconectada se presenta ya como una marca de estilo.
Ni miente ni exagera con el título, y tampoco lo hace la imagen elegida para la tapa: una niña parada sobre un televisor, suspendida en el cielo celeste con manzanas flotantes. Bizarro desde el nombre, el personaje televisivo de la maestra que se evoca en esta novela marca los límites por donde circularán los personajes. El protagonista, que aún insiste en presentarse como “Pepino”, es una de las blancas palomitas que, definitivamente lejos de aquel éxito, comprende todo desde la lógica de la infancia. Infancia de él, de un proyecto de país y de una moralidad que se hizo trizas.
Parece decir más de lo que dice, tras este manto mediático y de alusiones no sólo a los personajes de la tira sino a todas las reflexiones que producen los medios cada vez que alguno de los integrantes del elenco brillante cae en alguna oscuridad. Un relato sobre la infancia entendida como candor e impotencia donde en algún lado siempre hay una madre que quiere pasar las noches abrazada a su hijo y exponerlo a la mañana siguiente al triunfo imposible, cueste lo que cueste.
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