VISTO Y LEíDO
› Por Liliana Viola
Juan Forn
María Domecq
Editorial Emecé
280 páginas
Fue Diotima, la mujer sabia que asesoraba a Sócrates en asuntos amorosos, quien anunció que las artes y sus técnicas brotan del amor, del deseo por explicar esa cosa que nos fascina y no poseemos del todo. Es justamente ese trayecto entre la fascinación y la explicación el que Juan Forn recorre ahora con María Domecq, su nueva novela.
Consciente de la dificultad de tal trecho, se vale de los registros que conoce bien y que considera más apropiados para cada uno de los niveles de su relato. Desde el periodismo cultural hasta esa falsa espontaneidad que hace tan creíbles a las Memorias. Y así Forn, el narrador Juan Forn, consigue amalgamar en una misma novela datos tan inconexos como su pancreatitis, la japonesa que inspiró Madama Butterfly, la japonesa que su abuelo tal vez amó, la guerra del Paraguay y sus sinrazones, la relación con su hermano gay, las memorias de una abuela, la distancia ideológica con los primos hermanos, la pertinencia de Domecq, su apellido materno, los años ’70, la bomba atómica en Nagasaki, su determinación de irse a vivir a Villa Gesell.
Este cruce de ficción, ensayo, divulgación histórica y periodismo sumado al rescate de una genealogía se inscribe inevitablemente en aquella gestualidad sarmientina que recordaba la provincia como saga napoleónica, señalaba al oponente mientras posicionaba su propio nombre en el mapa de la futura historia nacional.
Un personaje idéntico a sí mismo –con su nombre, su biografía, sus datos– enumera en voz alta debilidades y equivocaciones, habla consigo pretendiendo que otros no escuchan y emprende un viaje hacia sus ancestros en busca de una historia que no le importa tanto como dice, aunque le importe más de lo que él mismo desearía. Secundado por una muerte implacable, se planta como ofrenda propiciatoria de una revelación: entre el amor y lo que no se sabe persiste la escritura, su documento de una identidad.
Pero si Forn construye el personaje del narrador haciendo jirones de carne propia, también construye de la nada un ente fantasmagórico, autónomo y superior, que es María Domecq. Porque, no olvidemos, esta novela lleva nombre de mujer. ¿Musa? No, no es ella la que le dicta al oído. Ella habla sola.
Novela también sobre el proceso de la escritura, Forn construye con ella una figura que Nietzsche habría antes definido como “duende”. Cada escala que el artista sube en la torre de su perfección es a costa de la lucha que sostiene con un duende. Y María Domecq demuestra en su recorrido eso que García Lorca sintetizó muy bien: “Para buscar al duende no hay mapa ni ejercicio. Sólo se sabe que quema la sangre como un tópico de vidrios, que agota, que rechaza toda la dulce geometría aprendida”.
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