LA VENTA EN LOS OJOS
› Por Luciana Peker
Entre tener y no tener un hijo hay tanta diferencia como entre el día y la noche. Primero, una mamá no duerme porque la panzada del embarazo no acuna a nadie, después para dar de comer a su bebé y después: porque el bebé se quiere pasar a la cama, porque quiere jugar, porque pide mamadera, porque reclama agua, porque tiene pesadillas, porque tose, se enferma, hace fiebre, vomita y, después, porque no llega, no se duerme, chatea. No es que la maternidad sea sinónimo de no volver a pegar un ojo. Pero los dos ojitos juntos (¿y ocho horas seguidas?)... casi.
Sin embargo, una cosa es despertarse y otra es que dos niñitos en pijama —de esos a los que en la época de mi abuelo les hubiera correspondido el minishort por no llegar al escalafón de los pantalones cortos— le tapen la nariz a la mamá para que ella —mediante esa bonita técnica— al no poder respirar abra sus ojos al mundo y escuche su reclamo sobre el mal regalo del día del padre 2006. ¿No podían elegir otro momento? ¿No podían despertarla de otro modo? ¿No podían conversarlo en secreto? Los dos cuasi asfixiadores de la publicidad de CTI se quejan sobre la elección de velas aromáticas y deciden decidir ellos. Es un dato de mercado que la incidencia de los niños en los gastos financieros familiares es cada vez mayor.
Y, más allá de que en el día del padre la masculinidad parece reducirse a tecnología, tecnología y más tecnología (de afeitadoras a celulares), la virulencia con que la publicidad muestra a los hijos dirigirse y apoderarse del cuerpo de la mamá para despertarla, increparla, cuestionarla, reemplazarla como decisora de bienes de consumo parece una exaltación de los niños tiranos y la contribución a la sensación de que las madres modernas tienen muchas cuentas que pagar y, sin embargo, pocos derechos en los que descansar.
Desde la competencia, otra promo de celulares ofrece entradas a la cancha, ese espacio que –en un relato publicitario épico y gracioso– es el lugar de permisos para abrazarse entre padre e hijo. Según la propaganda de Personal, ni un naufragio, una enfermedad o un cumpleaños ameritan un abrazo de varón a varón (en donde padre e hijo sólo estiran sus manos), a diferencia de la excusa del gol. La publicidad logra arrancar la sonrisa y llevar al grotesco una verdad verdadera: el deporte sigue siendo la piedra libre en donde la identidad y la afectividad de los varones se destapa. La cancha es más que un entretenimiento, es un recreo para los mandatos masculinos (encubierta de mandato en sí mismo). No está mal que la cancha abra cancha a los abrazos. No está mal, aunque tal vez podrían abrirse —o mostrarse—, también, otros potreros afectivos. Otras maneras de hacer jueguito entre padres e hijos.
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