LA VENTA EN LOS OJOS
› Por Luciana Peker
“Donde empiezan los líos —auguró el poeta salvadoreño Roque Dalton— es cuando una mujer dice que el sexo es una categoría política”, en referencia a una cita de Kate Mills. De ahí, Dalton construyó el poema “Para un mejor amor”, en donde hilvanó: “Porque cuando una mujer dice / que el sexo es una categoría política / puede comenzar a dejar de ser mujer en sí / para convertirse en mujer para sí, / constituir a la mujer en mujer / a partir de su humanidad / y no de su sexo, /saber que el desodorante mágico con sabor a limón / y jabón que acaricia voluptuosamente su piel / son fabricados por la misma empresa que fabrica el napalm / saber que las labores propias del hogar / son las labores propias de la clase social a que pertenece ese hogar, / que la diferencia de sexos / brilla mucho mejor en la profunda noche amorosa / cuando se conocen todos esos secretos / que nos mantenían enmascarados y ajenos”.
De la poesía Dalton, tal vez, la única palabra sesentista sea napalm. En tiempos de daños colaterales, sin embargo, ese párrafo muestra por qué ser varón y ser mujer son hechos políticos y, hasta qué punto, también, la diferencia de ser varón y ser mujer es —y ojala fuera más— potencial maravilla. Y más maravillosa sería si no estuviera tan habitualmente amenazada por la desigualdad o el desencuentro. Pero hoy la diferencia de sexos no sólo es una categoría política. También es —y tal vez eso mismo la renueve en tiempos de baja de la política y embestida del poder de las empresas— una categoría de mercado. Un mercado que —igual que el divide y reinarás— proclama el segmenta y venderás (más). Por eso, en la década en 0 del siglo XXI no solamente se les vende a las mujeres un jabón para que acaricien su piel sino que a los varones también se les vende uno, especialmente, para que a ellos se las endurezca.
“El jabón de mujer te hace pensar como mujer”, chicanea la propaganda del gel de ducha Axe. Pensar como mujer es asimilado a asustarse con una cucarachita o dejar la bombacha colgada en la manijita del baño. Pero eso sería parte del folklore de los lugares comunes asignados a las mujeres —igualmente tomados como viruelas contagiosas a través de la espuma—, si no fuera porque el summum del marketing misógino es un muchacho que (atrapado por el jabón rosita) persigue a las chicas con una iglesia y un anillo a cuestas. Pensar como mujer es querer casarse y querer cazarlos. Y pensar como varón es estar con dos muchachitas cariñosas en la ducha. No por nada en esta época de amores tan líquidos como el gel esa diferencia de sexos —”que brilla mucho mejor en la profunda noche amorosa / cuando se conocen todos esos secretos / que nos mantenían enmascarados y ajenos”— se escurre de las manos como jabón. No por nada, cuando las diferencias tienen que brillar, espantan. Por eso, la filosofía Axe no sólo es despectiva con las mujeres, también es trituradora de los varones, presos del Viagra precoz por las presiones de ganar chicas, demostrar hombría —hombría bien segmentada— y deletear sensaciones para no parecer... Porque cuando ellos tienen que demostrar que sólo tienen que huir se acobardan de llegar. Y llegar es llegar.
¿La liberación masculina para cuándo?
Hubo un tiempo en donde el tiempo era un posicionamiento. Los que intentaban convencernos de que el cambio era mejor, hablaban de futuro y modernización. Y la privatización era un futuro mejor. En cambio, los que defendían el sistema estatal eran viejos, nostálgicos, reacios al cambio y antiguos.Se perdían el progreso plagado de heladeras en cuotas, trenes con puntualidad japonesa y el derrame de las ganancias de las minas y el petróleo.
En los ‘90, a Doña Rosa le dijeron que el Estado era un elefante pesado. Sin ENTel los teléfonos no iban a tardar un año —aunque no le aclararon que con los teléfonos celulares e Internet la comunicación iba a ser un negoción—, los subtes y trenes iban a llegar a horario —aunque no le sinceraron que los usuarios se iban a enfurecer por los trenes retrasados o las fallas en el servicio—, tampoco le contaron que iba a faltar la luz, el gas o el agua. Mucho menos le avisaron que no existirían controles sino que la libre competencia todo lo podía. Era lo nuevo. Y lo nuevo era, en ese tiempo nuevo —que tanto, pero tanto, cuesta hacer viejo— sinónimo de bueno.
No hay muchas medidas, todavía, que puedan tener el poder de desdibujar la avanzada menemista. Una de las pocas normas que retrotrae la era privatizadora es la posibilidad de volver a elegir entre la jubilación privada o estatal. Por eso, es curioso que una privatizada apele, publicitariamente, a la idea de no cambiar, no moverse, no probar, no innovar. “Quedate donde estás bien”, recomienda Arauca Bit AFJP con una foto de una mamá durmiendo en la cama con sus dos hijitos acurrucados entre sábanas blancas. Nadie que mire una siesta compartida puede tener ganas de salir de esa sensación de amor y descanso que dan los abrazos con los ojos cerrados. Sin embargo, no es con los ojos cerrados, ni durmiendo, ni por fiaca o inercia que un/a trabajador/a tiene que decidir el destino de sus aportes jubilatorios. No es por quedarse donde una está —por el miedo al cambio o al futuro— sino por convicción, ganancia o confianza. Si el San Mercado, que le querían hacer adorar a Doña Rosa, funcionara como Bernie auguraba, las AFJP convencerían mostrando logros o números, y no pidiendo apretar el botón de pausa. El tiempo tiene sus vueltas.
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