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La suelta
› Por Sandra Russo
Una no se da cuenta de hasta qué punto está atada hasta que no se topa con una suelta. Las sueltas arrebatan a las atadas, las trastornan, les ponen en evidencia lo bruto y lo indignante de sus lazos. Hay dos tipos de sueltas y hay dos tipos de atadas.
Primer tipo: están las sueltas de carácter, las de espíritu desanudado, las relajadas de músculo y de mente, las imaginativas, las creativas, las verborrágicas, las que no necesitan tema de conversación para conocer gente, las que avanzan cuando cualquier bicho les pica y tienen ganas de algo, las espontáneas que no le tienen miedo ni al ridículo ni al cuco, las de risotada en la punta de la lengua, las vivarachas que aprovechan cada oportunidad. A esas sueltas les corresponden las atadas que piensan dieciocho veces el chiste que van a contar en una fiesta, evalúan si les saldrá bien el remate, esperan a que nadie esté hablando para meter su bocadillo y terminan sin empezar, porque al final deciden que mejor no lo cuentan porque después de todo es un mal chiste. Las que cuando algún tipo les gusta no pasan del saludo y el rubor púber que les mantiene selladas las mandíbulas. Las que, pobres, pasan por agresivas o mala onda cuando están aterradas porque les va a presentar a alguien que ellas admiran o porque creen que no son merecedoras de la atención de nadie.
Segundo tipo: están las sueltas de piel y de pareja, las que están por iniciar el mejor día de sus vidas, las que prueban lo que sea que les venga en gana, las que se entregan a sus propios cuerpos, las que no dan explicaciones, las que improvisan viajes cortos, las que se animan a animarse, las que no piensan en el futuro de sus relaciones amorosas porque están demasiado ocupadas disfrutándolas ahora. Las que siguen participando. Las que, o porque no tienen pareja o porque tienen pero no les importa, están disponibles para algún buen bocado. A esas sueltas les corresponden las atadas que corren para llegar a hacer la cena, las que no sólo serían incapaces de ser infieles sino que ni siquiera pueden jugar mentalmente a serlo. Las que han domado sus sentidos y etiquetado sus pensamientos con el apellido del señor con el que se han casado, o en algún caso las que, pobres, ni siquiera se han casado pero nunca pudieron descasarse de mamá o de papá, que las criaron tan limpias y tan cuerdas que ahora las chicas no se perdonarían el menor de los lapsus.
Las atadas envidian a las sueltas con una fuerza tan grande, que sólo es superada por la envidia que algunas sueltas sienten por algunas atadas.