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Viernes, 18 de enero de 2002

ARQUETIPAS

La excéntrica

 Por Sandra Russo

Fue al Nacional Buenos Aires y sabe la etimología de unas cuantas palabras. Promedia ingeniería, y ya en esa decisión logró que los ojos de sus amigos, todos psi e hijos de psi, confluyeran sobre ella: ¿cómo ingeniería?, ¿qué te pasa?, ¿ingeniería, estás segura?, ¿qué tiene de gracia ingeniería?
Cursando ingeniería, finalmente, su vida dio un gran vuelco. Conoció a un ayudante de cátedra de una materia complicada que le dio su primera lección de uvas muy por encima de la mano del zorro: la bochó. Ella, que desde los seis años estaba acostumbrada a brillar, coligió que si ese hombre la había bochado y le había hecho conocer, mordiendo el polvo de ese miserable tres, la primera humillación devastadora de sus veintiséis años, era porque naturalmente se trataba del hombre de su vida. Su novio de entonces, un videasta tatuado, le empezó a parecer anodino: siempre el mismo tatuaje, qué vapor. Las historias sexuales que compartía con el videasta tatuado y unos cuantos poetas, psicólogos/as, fotógrafos/as, guionistas y artistas plásticos se volvieron de pronto rutinarias. Las fiestas que hasta entonces eran la expresión misma del arrojo, le empezaron a parecer una misma película rebobinada: primero nos reímos de boludeces, después tomamos alcohol, después tomamos éxtasis o fumamos algo, ahí nos empezamos a gustar entre todos, después nos mezclamos y hacemos cosas que se supone que son excitantes, pero al día siguiente no me acuerdo qué pasó.
Ser excéntrico es un arduo trabajo: hay que correrse permanentemente de lugar, no sea cosa que el desborde mismo se convierta en un centro. Hay que escapar del centro. Renovarse es vivir.
El ayudante de cátedra de la materia complicada no sólo la había bochado: hablaba como Oscar Casco, aunque ella no sabe quién era Oscar Casco. El ayudante era un pibe de Carapachay que decía “es menester”, “amerita”, “haga usted lo apropiado”, “¿me permite?”, “dialoguemos en la cafetería”. Ella, todavía mareada por el vaho de las copas y los canutos de las noches anteriores, escuchaba esas palabras como la más maravillosa música: el ayudante de cátedra carapachense que se vestía de traje y corbata y que leía a Jorge Bucay (y se lo tomaba en serio) se empezó a travestir, en su mente de cochinilla temerosa de su propio inconsciente, en la de un salvador hipersexy que la rescataría del fango no sin antes extender su piloto para que ella no se manchara los zapatos. ¿Qué estaba buscando nuestra excéntrica protagonista en ese hombre? ¡Caray, qué delgado manual de objetos perdidos tenemos las mujeres! La chica buscaba la ley.
Los amigos psi se le ríen en la cara, y ella relata una y otra vez, llorando con lágrimas excéntricas, que el ayudante de cátedra la ha rechazado después de una incipiente y frustrada historia de amor entre la loca y el cuerdo, porque ella cometió el error de proponerle que incorporaran a otra chica en sus juegos sexuales. Ella jura que él era el hombre perfecto, excepto por su mente cerrada, su léxico, su reacción despectiva, sus gustos personales en materia de música y literatura, su dicción aparatosa, su moral de alfeñique, sus trajes en exceso elegantes y su empeño en seguir viviendo con sus padres. Llora al fin como la protagonista de una telenovela posmoderna, porque su príncipe la dejó y no la comprende: se pregunta y le pregunta a todo el mundo: “Decime, ¿es tan loco lo que le propuse? ¿Qué tiene de raro uno de a tres?”. Sus amigos la consuelan y le dicen: “Nada, pipi, nada”.

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