TALK SHOW
El helado fatídico
› Por Moira Soto
Anunciada desde la contratapa como “asombrosa novela autobiográfica”, Cómo me hice monja (Beatriz Viterbo Editora, 2004), pieza literaria brotada del manantial de excéntricas ficciones llamado César Aira, se puede leer –entre otras lecturas de su exuberante e incitante potencial– (o rezar, ya que se menciona a una improbable futura monja) como un rosario de terrores de la infancia. Etapa a menudo tan alejada de la felicidad sin nubes cobijada por el amor de la madre, también del padre en tiempos más recientes, según se la suele pintar, recordar, idealizar. María José Gabin, un prodigio de actriz como se sabe desde hace rato, parece haber elegido resaltar esta zona, la de los pavores de la niñez que en la admirable novela de Aira rememora un/a niño/a. Es decir, una criatura de seis años que alude a sí misma en femenino, pero que es mentada en masculino por los demás (sus padres, un médico, la maestra), y más todavía: es llamada con el propio nombre del escritor que firma el relato original. Acaso se trata efectivamente de un varón (el mismo Aira) que nos quiere confundir como a su personaje, el médico que lo atiende en el hospital luego de la intoxicación provocada por helado en mal estado (“los temibles ciánicos alimenticios... la gran marea de intoxicaciones letales que aquel año barría la Argentina y países vecinos...”).
El caso es que María José Gabin –de rosa frutilla su corsé y su mini de plástico, arriba de altas plataformas, saliendo de una heladera al tono– optó, en esta adaptación que le pertenece (supervisada por Mauricio Kartum), por dejar de lado la ambigüedad, el equívoco, y darle a su niña (que supuestamente ya tomó los hábitos cuando evoca estos tragicómicos episodios) una identidad unívocamente femenina. Incluso la rebautizó con el nombre de Sonia.
De todos modos, esta –llamémosle– simplificación no le resta otros atractivos a la adaptación (que codirigieron Gabin y Eduardo Bertoglio), especialmente en lo que se refiere a las tremendas tribulaciones de esa criatura que recibe el maltrato más o menos habitual, aplicado con la naturalidad de estar haciendo el bien, a tantos chicos y chicas de parte de padres y educadores sordos y ciegos respecto de sentimientos que alguna vez han de haber conocido, padecido.
Aunque no se habla de Coronel Pringles –patria chica de César Aira– ni de Rosario en esta versión, sino de un pueblito y la capital, tenemos los sucesos –reales, imaginarios, soñados– clave de Cómo me hice monja, ahora retitulada Congelada: el helado de frutilla asqueroso rechazado por la niña; el fastidio del padre violento; la comprobación del gusto inmundo de la golosina; el choque del progenitor con el heladero que culmina con la muerte de éste, sumergida su dura cabeza en el tambor de helado rosado. A partir de este hecho de sangre, de asfixia más bien, se desencadenan las arduas pruebas por las que debe pasar esta increíble personita, tan creativa para sortear las mortificaciones que le infligen los adultos, tan osada para actuar en defensa propia. Tan sagaz y graciosa para poner de manifiesto la execrable conducta de los mayores.
Con sus mejores recursos interpretativos, vocales y corporales, y con la desfachatez que la caracteriza, María José Gabin se hace cargo del texto de Aira, ligeramente modificado para darle fluidez al relato escénico, y se convierte en la niñita de a ratos majadera, de a ratos ladina, de a ratos siniestra, que por más tretas que ponga en marcha, no puede escapar a su helado destino.
Congelada, Teatro del Pueblo, Avenida Roque Sáenz Peña 943, los sábados a las 21, $ 10.