TALK SHOW
No tanta risa
› Por Moira Soto
Habitualmente idealizados, poetizados –el propio Fellini les dedicó una bellísima película, Los clowns (1971)–, los payasos, establecidos en el circo a fines del XVIII, pero con antecedentes que se remontan al teatro griego y romano, así como a las cortes medievales, no son precisamente el símbolo de la alegría de vivir que querría McDonald’s. Hablamos de los clásicos, familiares payasos cirqueros, los de las narices redondas coloradas, las falsas cejas muy arqueadas, la boca sobrepintada en una eterna mueca sonriente, los trajes de colorinches varios talles más grandes, los desmesurados zapatones... Sí, esos payasos que todavía aparecen en algún circo sobreviviente, en espectáculos de patinaje sobre hielo, repartiendo papelitos en la calle Corrientes o, más estilizados, en la obra Narices de Midón.
Esos payasos que algunas nos hacían reír cuando éramos chicas y que otras nos daban una pena indecible, con sus caídas y recaídas, recibiendo cachetadas, siempre expuestos a situaciones humillantes. Esa comicidad gruesa provocada por la desgracia ajena, el malestar de los otros, sin otra búsqueda que la del efecto hilarante inmediato, el gag por el gag. Y la verdad es que ciertos sketches de estos payasos, generando risa mediante el puro y simple escarnio o maltrato, en algún punto podrían asociarse a la “gracia” que a mucha gente le causan las cámaras ocultas de Videomatch.
No es de extrañar que, a la vez que se los ha tomado por ases de la risa cuando no de la carcajada, los clowns –algunos de ellos geniales, con un arte depurado y creativo, por encima de las pantomimas rutinarias– siempre han estado nimbados de una sospecha de melancolía. Ya saben: eso del ridi, pagliaccio, ridi de la ópera de Leoncavallo. Mucha risa en la platea, mucha tristeza en la escena, detrás de los afeites. Sin siquiera, al carecer de la palabra, poder decir algunas crudas y duras verdades escudándose en el humor, como los antiguos bufones que con sus gorros de puntas con cascabeles divertían así a los nobles.
En este tradicional oficio de varones –con contadas infiltradas– hay tres en franca decadencia: son los protagonistas de Se busca un payaso: suerte de comedia lúgubre recientemente estrenada, que se va poniendo cada vez más maldita, acerca de Niccola, Filippo y Peppino, payasos sin trabajo que responden al aviso que da título a la obra. De movida, al encontrarse, se saludan con alegría y cariño, se nota que los une un pasado laboral común. Pura apariencia, en verdad, porque cada uno de estos desesperados lo que querría es eliminar a los otros dos para quedarse con el empleo ofrecido, que acaso no sea otro que el de repartir volantes. Y entonces aquellas prácticas cómicas de antaño, aquellas rutinas que tronchaban de risa al público, ahora son aplicadas a hacerse mutuas zancadillas, a desmerecerse entre sí, a poner al desnudo toda la ruindad que los anima en una lucha que, se sabe desde los primeros minutos, será vana, inconducente.
El dramaturgo, poeta y periodista Matei Visniec (Rumania, 1956) se lanzó a pulverizar minuciosamente el mito de los payasos buenos, favoritos de niños y adultos, ingenuos bromistas. Se podría alegar que a estos pobres payasos en picada, aferrados a sus valijitas donde guardan requechos ya inútiles de un pasado mejor, la dura vida del desocupado, del excluido, del olvidado, los ha hecho así. Pero lo que se ve en escena, merced a laneta y dinámica puesta de Ana Alvarado, es que estos tipos han perdido toda forma de compañerismo, compasión, moralidad. Y hay que decir que las trabajadas composiciones de Enrique Federman, Héctor Malamud y Claudio Martínez Bel contribuyen a que la sordidez de estos personajes se vuelva muy cercana e inquietante. De los tres, quizá Federman resulte el turro más complejo y sutil.
Se busca un payaso, en el Centro Cultural de la Cooperación, Corrientes 1543, los viernes y sábados a las 20, 5077-8077.