TALK SHOW
El camino de los sueños
› Por Moira Soto
En la ópera, las voces de la pasión nos incitan al goce: he ahí todo el secreto de este género musical”, dice Marie-France Castorede en El espíritu de la opera (Paidós). Un libro de reciente edición que puede encantar a los cada vez más numerosos/as amantes de la lírica que en este siglo XXI, más problemático y febril que el anterior y aparentemente menos romántico que el XIX, llenan los teatros locales (Colón, Avenida, Margarita Xirgu, etc., sin contar las giras que algunos elen0cos realizan con éxito por ciudades del interior), donde se ofrecen tanto superclásicos como piezas contemporáneas, en puestas que van de lo tradicional y previsible a lo más osado e innovador. Por otra parte, en las bateas de casas de música (en Zival’s, de Callao y Corrientes, por caso, hay ofertasde excelentes versiones a precios accesibles) es posible encontrar numerosas grabaciones operísticas nacionales e importadas, mientras que habitualmente, los sábados a las 22, la señal de cable Film & Arts ofrece óperas completas. Vale remarcar que Marie-France Castorede, si bien es miembro de la Sociedad Psicoanalítica Francesa de París, ha escrito un libro de fluida y placentera lectura para cualquier melóman@, en el cual desarrolla su propia teoría psi acerca de la relación entre la música y la infancia, sin dejar de manifestar su propia pasión por la ópera. Probablemente, el haber cantado en los coros de la Orquesta de París, desde su fundación en 1976, le ha procurado a la autora de El espíritu... ese contacto sensual, emocional, apasionado con la ópera que con tanto fervor logra transmitir.
“La pasión amorosa es la más misteriosa de las contaminaciones”, discurre Castorede. “Es la evocación del cuerpo a cuerpo materno.” A su vez, la música nos vincula a la infancia, no a su supuesta inocencia sino a la violencia, la rivalidad, los celos, el odio, el amor, “sentimientos que sólo este arte tiene el poder de revivir en el sentido literal del término”. Si nos abandonamos a ella, la música “nos arrebata como un mar, nos transporta, nos devuelve a un mundo donde sólo cuentan las emociones”.
Según lo expone seductoramente la psi y coreuta francesa, el hecho teatral aparece como el perfecto escenario analógico de ese otro escenario que es el inconsciente. Como el cine y el teatro (del que participa en gran medida el género lírico) tal como se representa en la actualidad, la ópera favorece la ensoñación: la oscuridad de la sala, el telón que se corre, los cortes que devuelven a la realidad entre un acto y otro, la caída final del telón, los intérpretes que salen a saludar, son pasos de una ceremonia que predispone a entregarse a la exaltación de las pasiones, a que cada un@ pueda conectar con su mitología personal, escuchar su resonancia particular. Aunque en la intimidad, a solas con sus propias imágenes, la persona que se prepara para escuchar una ópera en su casa suele desarrollar algún ritual que la separa de lo cotidiano. Castorede evoca la novela de Julio Verne, El Castillo de los Cárpatos (1892), donde el visionario escritor imagina un procedimiento mediante el cual el protagonista registra la voz de la cantante que ama, y la escucha incansablemente en soledad. “Tod@ melóman@ tiene su Castillo de los Cárpatos”, deduce la autora. Es decir, sus tesoros operísticos grabados que escuchará una y otra vez. Porque, como sucede con los chicos y los cuentos de hadas, las personas adictas a la ópera experimentan el placer de la repetición: “Asistimos a la ópera para ampliar nuestra resonancia emocional al contacto con esos seres de ficción, que abren territorios inexplorados en lo más recóndito de nuestra propia sensibilidad”.
Con una erudición desprovista de toda pedantería, Marie-France Castorede pasa revista a hitos fundamentales del género, a partir del primer drama per musica. El Orfeo de Monteverdi, inspirado en el héroe mitológico que con su lira salvó en primera instancia a su amada Eurídice. Y cuyo instrumento da origen a la palabra que remite a la ópera, la lírica. A la vez que recorre la evolución de la ópera a través de sus principales compositores, Castorede nos recuerda que recién en el XIX surge el culto de las voces femeninas: “Las mujeres tardaron tanto en aparecer sobre escenarios líricos porque la voz es un objeto de placer”. No es de sorprender si se considera que la religión católica oficial apenas nos concedió el alma en el XVI (Concilio de Trento), sin dejar de denunciar lo lascivo e impuro que nos caracteriza. Debido a esta condición de emisarias del Diablo fue que se prefirió a las víctimas de una mutilación, los castrados, para los coros de las iglesias. Por fin, en el XIX magnetizan al público intérpretes legendarias como Giuditta Pasta o María Malibrán, “divas, en memoria de la Diosa Madre de los orígenes de la humanidad”,antecedentes de la prima donna assoluta del XX, la impar Maria Callas. Entre las numerosas heroínas, Castorede destaca a Carmen, “revolucionaria y subversiva, la pasión amorosa en su llamarada deseante, sin consideración alguna por normas y tradiciones sociales”.