TALK SHOW
› Por Moira Soto
Su reinado fue breve y fulgurante desde un mundo de fantasías truchas con sesgo oriental Made in Hollywood, un sistema autónomo paralelo de islas de verdor imperecedero, chozas o minaretes según la latitud, templos y altares armados con requechos dorados de otras producciones más costosas. En fin, disparates disparados hacia un exotismo de quincalla que no pretendía ofrecer el más mínimo detalle realista arqueológico sino apenas evocar la idea de paisajes y aventuras en la dimensión del ensueño. María Montez, de origen dominicano, fue coronada en los tempranos ‘40 reina del technicolor, y no hubo Yvonne de Carlo que pudiera quitarse el cetro durante unos seis años. La detectó el productor-cazador Walter Wanger cuando la bonita, modelo a la sazón, logró infiltrarse muy de coté en una película de Carmen Miranda, allá por 1941.
El despabilado Wanger advirtió que las fotos de Montez en pose de pin-up eran muy solicitadas, y como la aspirante a estrella representaba ese tipo latino que al Hollywood de entonces le interesaba para matizar, de pronto María se vio ataviada con una especie de sarong (top floreado, falda a la rodilla con tajo profundo) que le sentaba de maravillas, en Moonlight in Hawai. De allí se fue casi sin cambiarse a la selva de South of Tahiti, pero la producción consagratoria resultó Arabian Nights, donde además se encontró con Jon Hall –su galán en varias ocasiones posteriores– como sultán, y ella –naturalmente, artificialmente- hizo una Scherazade al uso de la Meca del Cine. Inmediatamente se convirtió en la princesa Tahia, de La salvaje blanca (1943), a la que podrán ver, siempre que sintonicen con esta forma del delirio kitsch, por Cinecanal Classics, el jueves 26, a las 20.40. Sorpresas que te da el cable, porque a MM, casi secreto objeto de culto de fans entre el amor y el humor, rarísima vez se la ha visto por la tele (apenas en Cobra Woman, proyectada hace ya unos años). Dirigida por un amable artesano, Arthur Lubin, la white savage viene envuelta en otro sarong, dueña y señora de una isla imaginaria de los Mares del Sur, con un tesoro escondido en el fondo de un laguito (sagrado, claro), lo que inexorablemente atiza la codicia de una banda de malvivientes de lo peor.
En Cobra Woman (foto), que ojalá la vuelvan a pasar, la bella interpreta -es un decir– a dos hermanas gemelas, una angelical y malísima la otra que es suprema sacerdotisa de –¿qué otro sitio?– una isla consagrada al dios ofidio del título. Telones de libro de cuentos, una danza ritual más allá del ridículo, tocados que envidiaría Carmen Miranda, un abrazo y un beso submarinos, mapas totalmente inventados ¿qué más se puede pedir en colores saturados y con una villana cruel que vocifera: “Yo soy la Ley”?
De una hermosura onda Hedy Lamarr, divina con flequillo pre Betty Page o con sobremelena de perlas, de imponente casco faraónico o con capelinas aladas, María también supo llevar velos arábigos en una aceptable versión de Alí Baba y los 40 ladrones (1944). La sangre azul la perseguía, aunque ella intentó hacer alguna gitana plebeya en Gipsy Wildcat, pero, como declaró lánguidamente: “Ocurre que al final se descubre que soy una aristócrata”.
“Su capacidad interpretativa nunca fue puesta en duda: se supo desde un principio que no era una actriz sino una sultana”, dice certero el escritor cinéfilo Terenci Moix en Mis inmortales del cine (Editorial Planeta, Barcelona, 1992). Ya en el descenso, María Montez estuvo en unraro film, Siren of Atlantis, como Antinea, princesa del Nilo. En 1951, a los 39 (ella se quitó siempre varios años) pareció que iba a cumplir su deseo de filmar en España, La maja de Goya, nada menos. Pero he aquí que el 7 de septiembre, la sultana que tomaba baños muy calientes para bajar de peso, apareció muerta –todo indica que accidentalmente– en la bañera, en un hotel de París. Desnuda como la maja que no llegó a encarnar, eludió así el deterioro físico que tanto temía.
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