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The First Lesbian Soap Opera, según la definió la revista Vogue, arrancó en enero del 2004, por Showtime, y en la actualidad –recién comenzada la tercera temporada– se pasa los sábados, en el horario central de las 22. Se trata de The L Word (La palabra que empieza con L), serie de la que ya se vieron tres capítulos por la señal de cable local Warner Channel, pero a horas más tardías y por lo tanto menos favorables: las 24 del lunes, es decir, la medianoche del domingo (sin repeticiones, además). Raro horario para estrenar una producción nada hard, a menos que los programadores del canal consideren todavía una rareza transgresora que lesbianas asumidas e integradas, manteniendo su diversidad, sean las protagonistas de una novela semanal televisiva.
Jennifer Beals (Bette), Leisha Hailey (Alice), Laurel Holloman (Tina), Mia Kershner (Jenny), Karina Lombard (Marina), Katherine Moenning (Shane), Pam Grier (Kit) y Eric Mabius (sí, un chico y hétero: Tim, novio de la indecisa Jenny) encabezan el reparto de esta serie con guión de Ilene Chaiken sobre línea argumental de Kathy Greenberg y Michelle Abbott, dirigida por distintos realizadores/as, como Rose Troche (cineasta gay pionera en la realización de comedias cinematográficas románticas sólo con chicas, con Go Fish), Lisa Chodolenko, Mary Harron.
Según memora Robert Patrick en el prólogo del ensayo Las películas de gays y lesbianas (primera edición neoyorquina de 1993, editado por Odín, Barcelona, 1996) de Boze Hadleigh, en el Hollywood de la primera mitad del siglo XX, más que mayoría, los personajes hétero del cine aparentaban ser la totalidad. Aunque, por cierto, sectores más perceptivos del público podían advertir que Rodolfo Valentino, Greta Garbo o Montgomery Clift, entre otras estrellas que marcaron el imaginario colectivo, eran cuanto menos ambiguos/as. Pero los personajes de homosexuales –que sí podían encontrarse en contados films europeos, como las lesbianas de La caja de Pandora (1928) o Muchachas de uniforme (1931)– no existían. “Los homosexuales deseábamos la aprobación de Hollywood, ser representados”, escribe Patrick. Hasta que en 1961, en una película inglesa actuada por Dirk Bogarde, se pronunció la palabra homosexual, “y el mundo no se hundió”. Fue como la contraseña para que empezaran a surgir algunos papeles de gays y lesbianas, casi siempre estigmatizados por el prejuicio. Ya en la primera mitad de los ’80, sucedió que tanto Cher (por Silkwood) como Vanessa Redgrave (por The Bostonians) fueran candidateadas al Oscar por encarnar sendos roles de lesbianas (el de Cher, gracias a la mirada abierta de Mike Nichols, sorteaba el estereotipo).
En la tele, poquito a poco, las lesbianas fueron encontrando su lugar en la ficción, a veces simplemente para probar la tolerancia de los personajes (hétero) principales, a veces con simpatía realmente igualitaria. Hasta que Ellen DeGeneres, en su propio show, salió con bastante ruido mediático del placard. Y ahora mismo, The L Word llega para satisfacer el pedido de hace 12 años de Robert Patrick: que empiecen a estrenarse regularmente producciones encabezadas por gays y lesbianas repletas de imágenes míticas y románticas, que interesen a todos los públicos y a la vez proporcionen a su audiencia natural referentes atractivos. En esta serie recientemente estrenada por Warner, hay un grupo de chicas treintañeras, más o menos lindas, profesionales, más o menos felices que viven en L.A.: Bette y Tina son pareja desde hace siete años y están tratando de tener un hijo biológico, una dirige una galería de arte, la otra es ejecutiva; Marina organiza talleres literarios y se divierte seduciendo (sobre todo a chicas con novio, como Jenny), aunque no tanto como Shane, la más donjuanesca del círculo (cuando alguien traza el mapa de las conexiones sexuales entre el conjunto, todos los caminos conducen a Shane); Alice es bi, y Kit es la hermana hétero de Bette (cuyo origen afro suscita cuestiones cuando elige a un negro como donante de la rubia Tina).
No esperen encontrar en The L Word la descripción de una subcultura de gueto, con códigos secretos, ni la propuesta de una nueva estética. Estas son lesbianas con conflictos y contradicciones como cualquier ser humano, que parecen haber pasado de la visibilización a la normalización (aunque a algunas les suene conformista). Tampoco sus identidades están netamente definidas y, como suele ocurrir en la realidad, viven en los mismos barrios y van a los mismos restaurantes que la gente que todavía se denomina straight.
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