TALK SHOW
› Por Moira Soto
El 12 de febrero de 1947, en un petit hotel de la parisina avenida Montaigne decorado en estilo Luis XVI gris y blanco, tuvo lugar una suerte de estreno teatral que luego alguien titularía New Look: se presentó, representada por manequins, la colección de un diseñador exquisito, apenas conocido por los dibujos que había publicado en Le Figaro y por algunos modelos que había creado en los años ‘40. En el París de la posguerra, todavía muy marcado por las restricciones y las tarjetas de racionamiento, Christian Dior propuso vestidos que recuperaban las curvas del pecho femenino, la cintura fina, los hombros redondeados. Vestidos que se abrían como corolas, que derrochaban metros y metros de tela en faldas fruncidas, acampanadas que rozaban los tobillos. Una audacia que hoy se diría políticamente incorrecta y que logró un éxito descomunal cuyas ondas concéntricas han llegado a nuestros días.
El año pasado se conmemoró en Francia el centenario del nacimiento del normando CD. En Granville, por ejemplo, ciudad natal del artista, abrió una gran muestra en la casona familiar, con trajes de sus 22 colecciones, los preciosos primeros frascos de perfume (Diorama, Miss Dior) en cristal y oro, diseños, pinturas, zapatos, sombreros... Entretanto, aquí en Buenos Aires, al director del espacio teatral ElKafka se le ocurrió poner en marcha el Proyecto 05 referido a efemérides de centenarios, nacimientos o muertes, de diversos personajes no necesariamente vinculados con el teatro, entre los cuales, el gran creador de moda Christian Dior. Un tipo sensible, culto, nostálgico, proustiano, más bien recoleto, que en aquel desfile de 1947 se convirtió en toda una celebridad, un poco a su pesar. Y que, aunque hizo el intento, nunca consiguió convertirse en un personaje fashion porque se sentía más cómodo y protegido con el traje gris clásico que combinaba con su aspecto de hombre del montón, algo regordete y tempranamente calvo.
Esa es la persona que –menos lo de la calvicie– encarna impecablemente Javier Rodríguez en Christian Dior et moi, obra con dramaturgia y dirección de Jorge Ferrari (también responsable de la escenografía y el vestuario) que se presentó en noviembre pasado dentro del ciclo 05 y que próximamente se reestrena. Esa persona, entonces, tan privada, tan perfil bajo, se convirtió de la noche a la mañana en pública. Y desde la dramaturgia basada sobre declaraciones del propio diseñador, habla de los dos Dior: el que dejó parte de su corazón en Granville, de donde fue arrancado bruscamente a los 5, y el otro, el que mal que mal tuvo que hacerse cargo de la fama y la gloria, salir en primer plano, dar explicaciones.
Una decena de sillas gris clarito en la onda de los reales luises, una alfombra camino y una gran araña de cristal le bastan a Ferrari para representar el espacio Dior que vio nacer la legendaria colección. Elementos que remiten a la pasarela, ese lugar donde las manequins no interpretan un personaje sino un vestido que, como los primeros de CD, puede llamarse Amor, Ternura, Felicidad... (“Yo querría ser un vendedor de felicidad”, dice el Dior íntimo en la huella de Daudet). El paralelo con el teatro se extiende a los probadores, los camarines citados en el texto, con sus sillones, lámparas y espejos, donde las chicas se preparan para esa actuación que tanto le gusta a la escritora Elfriede Jelinek. Pero la función en el caso de estas colecciones es sólo una, y el público –como el de algunos estrenos teatrales– está compuesto de figuras conocidas y prensa especializada.
Con un tono confidencial que cada tanto se deja arrastrar por la exaltación –al describir un baile de máscaras, algún desfile–, Javier Martínez captura algo profundo, secreto del genial diseñador que brilló durante diez años, hasta su muerte a los 52, haciendo florecer a las mujeres. ¿Reaccionario? ¿Revolucionario? El dice que sólo quiso hacer las cosas con honestidad, calidad, belleza. Volver al arte de gustar. El amigo de Cocteau, de Max Jacob, de Picasso, recuerda la casa que tuvo que dejar en la infancia, cada uno de los ambientes, los vitrales rojos y amarillos del comedor Enrique II, el rosetón del dormitorio, el salón Luis XVI donde se mezclaban lo verdadero y lo falso, y el sitio favorito: la sala de coser donde costureras contratadas le cantaban y le contaban historias, al tiempo que anochecía y se encendía la lámpara de querosén.
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