Vie 11.08.2006
las12

TALK SHOW

Responsabilidad limitada

› Por Moira Soto

Hace treinta años, al presentar su film L’une chante, l’autre pas (no estrenado en la Argentina, visto en el cable por TV5), la directora Agnès Varda se tiraba abiertamente contra “el culto sacrosanto del amor maternal que estupidiza, es terrible”, a la vez que pedía “aborto libre y desculpabilizado, no tratar a los hijos como una posesión, anticoncepción, nuevas leyes, educación sexual. Amor a los niños deseados, ternura paternal, familia renovada, embarazo vivificante, derecho a la identidad con o sin hijos...”. A través de las historias de dos amigas, Pomme y Suzanne, Varda desarrollaba estos temas a comienzos de los ‘70, cuando tuvo lugar el proceso de Bovigny, que facilitaría pocos años después la aprobación de la Ley Veil en Francia, confirmada en 1979, que reconoce desde entonces el derecho al aborto. La realizadora incluyó algunas canciones propias en esa película: por ejemplo, cuando Pomme viaja a Amsterdam a hacerse un aborto pasea en barco con un grupo de mujeres que están en la misma y que cantan. “Nosotras, las señoras y señoritas,/ las torpes y las tontas,/ las distraídas y las abusadas,/ hicimos algo que no les va a gustar:/ el crucero de las que abortaron.”

En la Argentina, con cientos de miles de abortos clandestinos al año, la interrupción voluntaria del embarazo sigue siendo un tema intratable en la ficción. Como si no afectara a millones de personas, directa o indirectamente, ni en películas ni en ficciones televisivas ni en piezas teatrales locales se plantea la problemática del aborto. Ningún personaje femenino frente a un embarazo inoportuno toma la decisión de hacerse un aborto, expone sus razones, pasa por el trance... Si ocurren embarazos inesperados en las tiras, son aceptados como si no existiese otra alternativa, así sean producto de un (presunto, como es ley en el género) incesto. Y es así que de pronto algunas producciones, como el año pasado Amor en custodia, se superpueblan de bebés. Recientemente, en El tiempo no para, hubo un amague que por supuesto no se concretó y la criatura vio la luz de los reflectores. Y hasta en Montecristo ni se consideró la opción de interrupción cuando Milena descubrió que estaba embarazada de Marcos, un tipo que la ha usado y del que está tratando de alejarse. Y hace como tres años, en Hospital público se planteó el hecho consumado, sin historia previa: una mujer pobre a la que se ha practicado un aborto en malas condiciones llegaba grave a la sala de guardia y la médica se resistía a hacer la denuncia (“¿Y mandarla al frente porque no tuvo plata para hacerse un buen aborto?”). Finalmente, la mujer moría de un shock séptico y en un final ambiguo un cartelito informaba que el marido había denunciado a la partera, que estaba siendo procesada.

El tema del aborto está latente en el documental de Susana Nieri, El toro por las astas (foto), que se pudo ver en varias funciones especiales públicas y que el viernes pasado se pasó por la señal de cable canal (á) en distintos horarios, incluido el central de las 22. Se trata de una realización indiscutiblemente bienintencionada pero que carece de una línea narrativa clara y sostenida. El pretexto para una encuesta que la propia directora realiza a través de diez provincias es una llamada telefónica que le informa que su sobrina adolescente está embarazada. En ese diálogo, que se escucha durante los títulos de presentación, se insinúa la opción del aborto, pero tres años después, cuando se produce el encuentro de tía y sobrina, se comprueba que no se llevó a cabo, que el bebé nació, la chica se separó y no parece demasiado entusiasmada con su maternidad.Pese a la modestia de los recursos cinematográficos (que incluyen didácticos dibujitos animados), a lo discontinuo de la realización que yuxtapone testimonios casi siempre en el más crudo estilo cabezas parlantes (con funcionarias/os, políticas/os, médicas/os, feministas y opinadoras/es en general sobre procreación responsable y educación sexual),

El toro por las astas cobra fuerza, autenticidad y emoción cuando ocupan la pantalla esas sufridas mujeres pobrísimas, maltratadas y extenuadas, embrutecidas por las condiciones de vida. Y que sin embargo conservan una parcela de dignidad, disciernen la injusticia y, cuando se les tiende una mano solidaria, se aferran agradecidas. Como Cintia, esa chica mendocina de 25, de “extrema condición psicosocial” –según reza la fórmula burocrática– que tuvo el primero de sus ocho hijos a los 13, sin cuota alimentaria, víctima de violencia familiar, que usando el DIU quedó embarazada y tuvo un aborto espontáneo y que sufre de intolerancia hepática a las pastillas anticonceptivas. Cuando el comité del hospital le informa que sus trompas van a ser ligadas, tal como ella lo pidió, rompe a llorar de alivio y gratitud.

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