TALK SHOW
› Por Moira Soto
Si el matrimonio heterosexual monógamo es una institución político jurídica que ha servido para la distribución de mujeres entre los hombres (asegurándoles la propiedad sobre los hijos), la poligamia –muchísimo más frecuente que la poliandria, es decir, mujer con varios maridos a la vez– les ha venido de perlas a los varones en algunas sociedades no sólo para aprovecharse de la variedad sino también para acumular mano de obra productiva. Contrato entre hombres dentro del sistema patriarcal, probablemente la forma más antigua del matrimonio haya sido por rapto. La instauración de la monogamia en Occidente, mientras que en Oriente subsistían harenes de esposas y concubinas, no impidió que algún nostálgico de la poligamia, como Joseph Smith a comienzos del siglo XIX en los Estados Unidos, se inventara una religión para justificar el serrallo propio.
Creador y gestor de la Iglesia de los Santos del Ultimo Día, Smith alegó en 1823 que el espíritu celestial del hijo de un profeta llamado Mormon le había revelado dónde estaba enterrado el libro que narraba la historia del continente, desde su colonización en tiempos de la Torre de Babel. En esa historia que el tal Smith tuvo tiempo de traducir (circula la versión de que se trataba de una novela escrita por un antiguo pastor anglicano) antes de que el libro desapareciera, se suceden jaredistas, lamanitas y nefitas. Acusado de predicar y practicar la poligamia, Smith fue encarcelado y terminó sus días sobre la tierra asesinado durante un motín. Siguió sus pasos –como presunto profeta– Brigham Young, quien condujo un éxodo de fieles hacia Utah, donde fundó Salt Lake City. Así como se han generado leyendas en torno de los sultanes y su cosecha de mujeres, los mormones siempre han incitado una especie de curiosidad folklórica más por su ejercicio de la poligamia (legalmente prohibida en 1890, pero que siguió existiendo en forma encubierta) antes que por su confusa propuesta religiosa. Tanto a los mormones como anteriormente a los anabaptistas, los reyes Salomón y David, tan mujeriegos ellos, les sirvieron de coartada.
En la nueva serie Big Love, que se estrena el domingo próximo a las 23 por HBO (repite el martes 3, a las 21), a Bill Henrikson, mormón del siglo XXI despegado de su comunidad, casado bajo cuerda con tres mujeres, lo que más lo preocupa de su complicada vida familiar es el rendimiento sexual. Aparte de los negocios, claro, que mantener tres casas y siete hijos e hijas, amén de las citadas esposas, es todo un presupuesto. No es de sorprender que Bill casi se desentienda de su prole (entre la lactancia y la adolescencia) si se considera que además de atender las exigencias de todo tipo de su pequeño harén y de su propia familia de origen (quizás su madre esté envenenando con arsénico a su padre, también mormón polígamo), trabaja en el lanzamiento de una nueva sucursal de su cadena de almacenes de artículos para el hogar.
Después de un par de episodios de impotencia, el pobre Bill busca opciones por Internet y elige la pastillita azul para poder darles una alegría nocturna (les toca una noche a cada una) a Barb, Nicki y Margie. E incluso puede ocurrir que alguna suertuda tenga una inesperada satisfacción mañanera, aunque el salirse de código y de horario le cueste dura recriminación por parte de sus pares, celosas y ofendidas (según podrá verse en el segundo capítulo). Bien interpretadas por Jeanne Tripplehorn, Chloë Sevigny y Ginnefer Goodwin, las esposas de Bill (un tenso Bill Paxton, propenso a exhibir el culete, y, sorpresa, una señora erección a través de las sábanas) son infelices a pesar de los efectos palpables del Viagra, particularmente las dos más jóvenes, que no trabajan afuera y viven consagradas a la crianza de niñas y niños y las labores domésticas. Tan sometidas a las decisiones del marido como Barb, la mayor, que intenta amagues de rebelión.
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