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Si se trata de una guerra, sin duda habrá violaciones: así es la lógica militar que rige desde tiempos muy antiguos, recuerda Susan Brownmiller en su contundente ensayo Contra nuestra voluntad (Planeta). Arma de terror, de venganza, de humillación, durante las guerras se multiplican las violaciones sin distinción de nacionalidad ni de lugar geográfico. Ocurren incluso en las guerras de religión, como durante las Cruzadas con caballeros y peregrinos camino de Constantinopla, o en la reciente Guerra de los Balcanes. Los hombres que violan durante episodios bélicos, dice Brownmiller, son el vecino de al lado en la vida civil, y las mujeres así atropelladas son culpabilizadas, con mayor o menor saña según las culturas, con un funesto saldo de suicidios e infanticidios.
Poquísimas películas se han referido a esta atrocidad que demuele cualquier idea de heroicidad o patriotismo. Entre las cuales, hay que reconocerle a Brian DePalma el gran mérito de haber realizado Pecados de guerra (1989), sobre un hecho real ocurrido durante la contienda de Vietnam. La catalana Isabel Coixet, por su parte, en la recientemente estrenada La vida secreta de las palabras evoca en forma conmovedora y con espíritu justiciero justamente la Guerra de los Balcanes, donde hubo incontables casos de violación.
Romántica humanista, Coixet siempre encuentra títulos poéticamente sugerentes para sus films (A los que aman, Cosas que nunca te dije, Mi vida sin mi). Historiadora, a veces periodista, realizadora de publicidad y con una productora llamada Miss Wasabi, Isabel dirigió hace tres años un documental en Sarajevo, Viaje al corazón de la tortura, que dio origen a la ficción de La vida secreta... Allí conoció a Inge Genefke, fundadora del Consejo Internacional para la Rehabilitación de Víctimas de la Tortura, una neuróloga consagrada a luchar contra este azote mundial que ha desarrollado terapias específicas. Dice de ella Coixet: “Inge descubrió que la tortura va más allá de vulnerar el físico de una persona. El torturador la quiere destrozar por dentro”.
Hannah, la protagonista de La vida..., es una sobreviviente de horrores infilmables, de aberraciones incalificables que la han marcado por fuera y por dentro. “En estado de coma emocional”, la define la directora. Aunque ha sido asistida por Genefke, la joven es una autómata que va a su trabajo en una fábrica, vuelve, se lava en su baño donde se apilan los jabones (detalle elocuente), come la misma comida a diario. Hasta que el azar la pone frente a otra persona herida, Josef, un hombre que por intentar salvar a un compañero de las llamas, sufrió graves quemaduras y está temporariamente ciego. El primer signo del despertar de la sensibilidad de Ana es su reacción ante la rica comida que dejó Josef: se sienta en un escalón y devora con ansiedad los restos. Así empieza esta preciosa historia de amor entre dos extraños con un pasado pesado.
Y si las quemaduras de Josef están en parte a la vista, las cicatrices de Hannah, que le horadan el pecho, serán ofrecidas a las caricias del quemado luego del angustioso relato acerca de cómo fueron cruelmente provocadas. Un relato que ella hace en tercera persona, como si ese secuestro junto a otras quince mujeres, seguido de violaciones y torturas reiteradas durante un interminable cautiverio, le hubiese sucedido a una amiga alegre, que estudiaba y amaba la literatura. “Eran soldados de los nuestros, hablaban nuestro propio idioma”, llora con desconsuelo Hannah antes de acurrucarse junto al acongojado Josef.
Después de curar su cuerpo, el hombre va en busca de la chica que se fue sin despedirse. Primero visita a la propia Genefke, quien le da algunas claves de la situación actual de Hannah (“para algunas personas, la vergüenza de haber sobrevivido es más grande que el dolor, y puede durar para siempre”) y le dice que hubo algo más, “cosas que ni usted ni yo seríamos capaces de soportar”. Luego de visitar el archivo, le explica por qué guardan la grabación de los testimonios de tantas Hannah: “Antes de poner en marcha el Holocausto, Hitler se reunió con sus colaboradores y les dijo: ‘¿Quién se acuerda hoy del exterminio de los armenios?’. Han pasado diez años y ya nadie habla de la Guerra de los Balcanes”. Salvo Isabel Coixet en La vida secreta de las palabras, donde además hay estupendas interpretaciones, humor, defensa de la ecología y la voz en off de una niña, quizás una hija que Hannah tuvo en cautiverio y no sobrevivió. Empero, a pesar de tantos pesares, este film noble y balsámico se atreve a apostar a la esperanza.
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