TALK SHOW
› Por Moira Soto
Gracias a Dios que no nos prestaron a Shirley Temple los de la Fox”, cuenta la leyenda hollywoodense que dijo el gran productor Arthur Freed, de la Metro, después de ver la primera proyección en privado de El mago de Oz, irresistible ensueño protagonizado por la naciente estrellita Judy Garland. Este film que lleva la firma de Victor Fleming —aunque otras manos como las de George Cukor y Mervyn LeRoy tuvieron bastante que ver en su realización— se basa, obvio es decirlo, en el clásico de la literatura infantil —para algunos, texto básico de la cultura popular norteamericana— El maravilloso mago de Oz, de L. Frank Baum, publicado en 1900.
Hubo por cierto adaptaciones cinematográficas anteriores y posteriores a la de 1938, pero ¿quién se acuerda de ellas? La encabezada por Judy Garland es la definitiva, la icónica, la perfecta aunque no sea una obra maestra, y pese a que en el libro el personaje principal es una niña varios años menor que la actriz y cantante, quien si bien fue maquillada, peinada, vestida y fajados sus pechos para quitarle edad, durante el rodaje cumplió los 17. Caracterizada con su jumper a cuadritos azules y blancos y su canastita de Caperucita, con su cándida frescura y sus emociones a flor de piel, Judy parece una preadolescente, lo que le confiere un plus de pasaje iniciático al relato original. Y hasta se podría sobreinterpretar que los famosos zapatitos rojos de rubíes (cuyas réplicas se venden por millones desde hace décadas en los Estados Unidos, y que en el libro de Baum son de plata) aluden a la primera menstruación.
Como Alicia, la Dorothy de El mago... pasa a través del espejo, entra en un país de maravillas al quedarse entre dormida y desvanecida después de haber sido zarandeada por un tornado en Kansas, donde vive con su tía Em, su tío Henry y su perrito Toto. En su ensoñación, la chica se levanta, abre la puerta de calle y queda deslumbrada. Como en relato original, “el ciclón había depositado la casa en una región increíblemente hermosa”, un paisaje de prados floridos y árboles cargados de fruta, donde un arroyo “producía un sonido de lo más agradable para una niña que había vivido tanto tiempo entre praderas grises”. En esta Kansas idealizada en colores lisérgicos, Dorothy va a encontrar personas que conoce pero que no reconoce porque están transfiguradas: el León Miedoso, el Hombre de Hojalata, el Espantapájaros, la malvada Bruja del Oeste. Y también con seres puramente inventados por su imaginación desbocada: los diminutos Munchkins, los alados Monos Voladores.
En la canción tan bellamente cantada al principio por Garland, antes de entrar en el ensueño, Dorothy había fantaseado con que más allá del arco iris había un lugar seguro, sin problemas. Ahora sabe, porque se lo dijo la Bruja Buena Glinda, que el camino de ladrillos amarillos que la ha de llevar a la Ciudad Esmeralda por momentos será agradable, y por momentos, sombrío y terrible. Pero Dorothy lo emprende calzando los zapatitos mágicos que la convierten en hechicera temporaria, y por el trayecto irá sumando acompañantes, entre paisajes oníricos, bosques de árboles parlanchines que estiran sus ramas para recuperar una manzana robada, lomas de distintos tonos de verde, horizontes cercanos. Todo un mundo paralelo cuyos decorados pintados a mano fueron diseñados por Edwin B. Willis, con cientos de trajes inventados por Adrian para los enanitos y enanitas que hacen a los Munchkins, los efectos especiales artesanales de Buddy Gillespie, la partitura de Arles y Harbury, y por supuesto, el arte supervisado por el infalible Cedric Gibbons.
Dorothy hace su peregrinaje de descubrimientos y crecimiento, y finalmente encuentra el camino de vuelta a casa. El revés desgraciado de esta trama lo sufre Judy Garland en la vida real, a partir de ese momento exprimida como un limón por el estudio, sin darle un mínimo respiro. Un ritmo agobiante sostenido con anfetaminas para rendir despierta y tranquilizantes para dormir (origen de sus adicciones posteriores). A medida que se vuelve más popular como cantante, actriz y bailarina, Judy marcha hacia el temprano derrumbe, que se produjo a los 32. Aunque volvió a filmar y a cantar, el deterioro prosigue. En los 50 encuentra refugio en el escenario hasta llegar a la gran noche del Carnegie Hall, 1961. Después de varios intentos de suicidio, Judy Garland lo logra a los 47, en Londres, con una sobredosis de barbitúricos. A ella, tan vulnerable, tan desguarnecida, le cuadra más que a nadie esa frase que está en El mago de Oz: “Los corazones nunca serán prácticos, salvo que puedan volverse irrompibles”.
El mago de Oz se emite esta noche a las 22 por TCM.
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