TALK SHOW
› Por Moira Soto
Teníamos caras, no necesitábamos voces”, proclama orgullosamente Norma Desmond en Sunset Blvd. al hacer el elogio del cine mudo que otrora le dio cabida como estrella, antes de que la destronara el sonoro. Y es verdad que en esa etapa hubo rostros –particularmente femeninos– tan expresivos que permitían decodificar las más diversas emociones, a menudo llevadas al límite. Paradójicamente, ese personaje encarnado por Gloria Swanson dice esas palabras en un film parlante, demostrando que cuando a una buena jeta se suma una voz acorde, el resultado puede ser óptimo.
Nacida en tiempos del mudo (1915), los documentales y los films de ficción (de 1936 en adelante) en que participó demuestran que la impar Edith Piaf ennoblecía la calidad de su canto con grandes recursos de actriz, más allá del indiscutible peso de su personalísimo pathos. Milagrosamente, la cantante del derecho de amar y de los milords que lloran, la descubridora de Yves Montand y de Charles Aznavour, ha encontrado a su intérprete, a su médium en el cine: Marion Cotillard, la protagonista de La vie en rose, realización de Olivier Dahan estrenada ayer.
Aunque hace diez años que filma regularmente y ya se ganó un César a la Mejor Actriz de Reparto por Un long dimanche de fiançaillles (2004), Cotillard saltó a la consideración del público y la crítica a partir de la exhibición de La vie en rose en el último Festival de Berlín (en París, este film, estrenado en febrero, todavía está en cartel y va por los cinco millones de entradas). Es que la joven actriz (31), que no se parecía en nada a Piaf antes de afeitarse las cejas y la parte superior de la frente, cumple una labor descacharrante sin hacer jamás la fotocopia del original. El compromiso era muy arriesgado porque Piaf sigue siendo un ídolo de multitudes, se trata de un personaje complejo y desmesurado, y la composición exigía un minucioso entrenamiento aparte para hacer el doblaje de los temas (obviamente se escuchan grabaciones de la cantante). Marion Cotillard es sencillamente una artista haciendo a otra artista en una sorprendente operación de transformismo creativo que se apropia de la respiración, los temblores, el color de la voz en los diálogos, los cielos (escasos pero fulgurantes) y los infiernos de Piaf.
No casualmente, la actriz dice que miró actuaciones del cine mudo: por momentos, su máscara trágica, inocente, desesperada se emparienta con la de Falconetti en La pasión de Juana de Arco. Pero también le aflora algo del sesgo payasesco de Giulietta Massina en La Strada, de los ojos de perro apaleado de Johnny Depp en El joven Manos de Tijera...
Investida de su personaje, Marion Cotillard transmite ese casi permanente estado de inseguridad, esa aura de diva del canto popular, un dejo canalla, pero también de diva operística en la escalofriante escena del recorrido del pasillo, cuando se acaba de enterar de la muerte de su amadísimo Marcel Cerdan en un accidente de avión, y el dolor no le cabe en el corazón, en el cuerpo, como si fuera una Tosca, una Norma... Trayecto que naturalmente la lleva a desembocar en un escenario, porque en Piaf vida y arte se confunden, se fusionan. Por eso, cuando Vaucaire y Dumont le ofrecen Non, je ne regrette rien, a la cuarta estrofa (Non, rien de rien,/ non, je ne regrette rien,/ ni le bien qu’on m’a fait/ ni le mal, tout ça m’est bien égal”, ella, con esa intuición animal que la caracterizaba, los detiene: “Me gusta. Recomiencen. Es justo lo que estaba esperando: soy yo, es mi vida”.
El film, que se va estructurando a través de saltos temporales, arranca con la imagen de Piaf ya semidestruida a los ’40 y pico, roída por la descalcificación de sus huesos desde la infancia, las enfermedades, la droga, el alcohol, el enorme sufrimiento. Como si ya hubiera vivido varias vidas, muy envejecida, craquelée, los movimientos lentos, encogida, ella que nunca llegó al metro cincuenta. Desde el vamos se advierte que Marion Cotillard puso toda la carne –incluidas las vísceras, por supuesto– en el asador.
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