TALK SHOW
› Por Moira Soto
“Marlene Dietrich soy yo”, dijo alguna vez Joseph von Sternberg, haciéndose el Flaubert. Y aunque nadie le discutiría al realizador de Los muelles de Nueva York (1928) su decisiva influencia en la creación de uno de los mayores mitos del cine, lo cierto es que la alemana (nacionalizada norteamericana en tiempos del nazismo) ya era alguien antes de aparecer en El ángel azul (1929-30). Y siguió siendo una personalidad fascinante, en la pantalla y posteriormente en escenarios internacionales (estuvo en Buenos Aires con su show en 1959), después de romper en 1935 con su tiránico pigmalión dejando una estela de siete films de una estética incomparable, invenciones ensoñadas donde JvS evoca a piacere el Berlín tenebroso de fines de los ’20, un Marruecos y una Legión Extranjera de pura fantasía (que Borges no supo apreciar: “Excesivo color local, trabajosa falsificación de una ciudad mora en suburbios de Hollywood, con lujos de albornoces...”, escribió en Sur), una China casi conceptual, una corte imperial rusa de un barroquismo pesadillesco.
Algunos años antes de la famosa audición –episodio del que existen diversas versiones– para el personaje de la letal Lola Lola, la hija del oficial prusiano Louis Erich Otto Dietrich ya había estado en varias películas, incluso en una de Pabst, La calle sin alegría (1925), junto a Greta Garbo, donde –según Diana McLellan en Greta y Marlene, Safo va a Hollywood (España, 2002)– Marlene enamoró a la sueca y la dejó caer. También la futura estrella había participado en números del cabaret berlinés de entreguerras: de hecho, la figura lozana de MD llamó la atención del director nacido en Viena y afincado en los Estados Unidos, en el espectáculo Dos corbatas, donde actuaba junto a la genial Rosa Valetti, quien figura en el elenco de El ángel azul. Marlene, que había estudiado algo de música en el Conservatorio de Berlín y asistido a cursos en la escuela de teatro de Max Reinhardt, cantaba bastante bien y era conocida por llevar a veces en escena un monóculo y boas de plumas, cuando no cinco zorros colorados acariciando su espalda desnuda.
Después de Von Sternberg, de haber bajado de peso y afinado su rostro quizá con la extracción de cuatro molares (ella lo niega en su autobiografía), de subir las cejas y alargarlas, de calzarse los diseños de Travis Banton y, acaso lo más importante, de aprender sobre luces y sombras que mejor esculpieran su efigie, Marlene Dietrich siguió puliendo con esmero y tenacidad (prusianas, obvio) su estilo altamente sofisticado que iba de la femme bijou a la ambigüedad del traje masculino. Estuvo divinamente ilusoria en Deseo (1935, muy pasada por Films & Arts en el cable), de nuevo, cinco años después de Marruecos, junto al guapísimo Gary Cooper, uno de sus múltiples amores o amoríos, que incluyen a Erich Maria Remarque, Jean Gabin, Maurice Chevalier, John Wayne, Ernest Hemingway y otros por el lado masculino, y del lado femenino, además de la citada Garbo, a la incansable mujeriega Mercedes Acosta (escritora y guionista de origen cubano, a quien, según Guillermo Cabrera Infante, Marlene sedujo en 1933 enviándole rosas a granel y jarrones Lalique, con el objetivo concreto de competir con Garbo –novia de Mercedes–, su máxima rival en el star system hollywoodense, de vacaciones en Suecia en esas fechas). Y por supuesto, Edith Piaf, con quien mantuvo una muy entrañable relación.
Tan agitada y diversificada vida privada no le impidió estar en películas de Ernst Lubitsch (Angel, 1937), Tay Garnett (Siete pecadores, 1940), William Dieterle (Kismet, 1944), Billy Wilder (Berlín-Occidente, 1948, y Testigo de cargo, 1957), Alfred Hitchcock (Desesperación, 1950), Fritz Lang (Rancho Notorius, 1952), y por supuesto Orson Welles (Sed de mal, 1958). Incluso en 1978, al borde de los 80, cuando ya había dejado de hacer el show con el vestido de gasa color carne bordado de pequeñas piedras preciosas con hilos de oro, sobre el cual se ponía al saludar un fabuloso tapado de cola hecho de plumitas de cisne, Marlene se dejó convencer por David Hemmings para aparecer brevemente en Just a Gigoló, sombrero de ala ancha y velo sobre el rostro, entonándole a un juvenil David Bowie la canción del título. También participó desde el audio en un raro doc de Maximilian Schell, Marlene, donde sólo se escucha a la diva y lo que dice no es demasiado interesante, porque se le nota el cuidado por preservar su imagen. Cosa que también ocurre en Marlene D, la autobiografía de 1984, seguramente dictada a un escriba fantasma y luego revisada por ella, donde hace buena letra y se muestra decepcionantemente modosa. Resulta más divertida una publicación menos pretenciosa, El ABC de Marlene, donde tira definiciones de este tenor. Arrugas: “En la cara de los hombres, signo de carácter; en la de las mujeres, de edad”. Amor: “El criterio del amante es: ‘Quiero que seas muy feliz, pero sólo conmigo’”.
Albahaca: “Estupenda con los fideos a la manteca”. Barato: “Nada que cueste poco puede parecer caro”. Dama: “Lo que toda madre quiere para su hija”. Hemingway: “Mi Peñón de Gibraltar personal”. Matrimonio: “Siempre llega el momento en que hasta la mujer más inteligente se escucha decir a sí misma: ‘Te he dado los mejores años de mi vida...’”.
En el ciclo Marlene & Von Sternberg por Retro se proyectarán:
Marruecos, domingo 17 a las 18.
La Venus rubia, lunes 18 a las 22 y domingo 24 a las 18.
Fatalidad, lunes 18 a las 23.55 y martes 26 a las 3.30.
El Expreso de Shanghai, lunes 25 a las 22.
Capricho imperial, martes 26 a las 23.45.
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