TALK SHOW
› Por Moira Soto
Una mujer alta de huesos grandes, el largo pelo gris atado, toda de negro –incluidos los enormes anteojos–, ligeramente encorvada, se desliza por una vereda de Nueva York sin saber que está siendo atrapada por el teleobjetivo de una cámara que la sigue durante varios segundos. Imágenes robadas a una estrella que, desde su voluntario e inflexible retiro en los años ’40, permanentemente trató de sustraerse al público, a la prensa, cubriendo sus ojos, su rostro, usando otros nombres, eludiendo –salvo un núcleo de amistades íntimas– cualquier forma de sociabilidad. Esas imágenes son las que abren el documental Garbo que se pasa el próximo lunes por TCM, en una jornada consagrada al mayor y más persistente mito del cine. Perseguida con porfía a través de las décadas por los paparazzi, Greta Garbo fue apareciendo cada tanto en fotos indiscretas, detrás de gafas, sombreros, pañuelos, flequillo. E incluso con más de 70 años fue sorprendida en la playa de Antigua, sólo con la parte de abajo de un dos piezas, escurriendo el corpiño sobre la arena, los pechos desnudos, el cuerpo fibroso, un gorro de goma en esa cabeza perfectamente esculpida.
En verdad, el repliegue de Garbo había empezado ya en el cenit de su estrellato: cuando las figuras de Hollywood aceptaban por contrato dar entrevistas, dejarse fotografiar en la intimidad, firmar autógrafos, ir a estrenos, ella se negó terminantemente a prodigarse de esa manera. ¿Timidez? ¿Pura dignidad? ¿Simple aburrimiento? El misterio perdura pese a las decenas de biografías, a los miles de artículos, a los documentales con testimonio de amigos y amigas, parientes y directores, como el que se verá el lunes. Si se hubiera tratado de una estrategia premeditada para despertar la curiosidad y alimentar el morbo, habría sido un recurso genial, considerando el efecto que obtuvo Garbo con esto de escabullirse, de no brindarse salvo para actuar y hacer fotos de estudio, hasta que llegó la decisión del eclipse total. Empero, las pistas más confiables llevan a deducir que la sueca que ya había iniciado una prometedora carrera en Europa (dos films importantes como protagonista) cuando se fue a los Estados Unidos con el realizador Mauritz Stiller, se sintió sapo de otro pozo en Hollywood por múltiples razones y en cuanto pudo –el éxito no demoró en llegar–, impuso sus condiciones, es decir, su derecho a la privacidad.
Por supuesto que a Stiller le pegaron la etiqueta de Pigmalión (la eligió para La leyenda de Gösta Berling, estrenada en 1924, cuando la todavía rolliza Greta Lovisa Gustaffson tenía 18), pero lo cierto es que esta hija de familia modesta, que trabajó muy joven en una barbería enjabonando cachetes y afilando navajas, al conocer al talentoso, atractivo y pedante cineasta, ya había hecho un camino de aprendizaje y estaba muy determinada a ser actriz. A los 15, Greta era vendedora primero de sombreros y luego de abrigos en las tiendas PUB, donde además posó para los catálogos y films publicitarios. Dos años después dejó ese empleo para entrar en la Real Academia Dramática, superando un riguroso filtro. Y antes de que Stiller posara sus ojos de dandy estragado en ella, otro director, Eric Petchsler, la vio por la calle y se prendó de los altos pómulos y el largo cuello de la adolescente. La siguió, ella apuró el paso y logró escurrirse antes de que él la abordara. Créase o no, al día siguiente, por azar, Petschler fue a la tienda con dos actrices en busca de sombreros. Greta lo reconoció, pero como no le tocó atenderlo, en cuanto supo su identidad, buscó su número y lo llamó por teléfono. El se acordaba muy bien y le propuso una prueba: así fue que Greta dejó el almacén para actuar en la comedia Luffar-Petter (1923). Por otra parte, cuando Stiller la aprobó para La leyenda... y le cambió el apellido, Greta ya estaba estudiando actuación, esgrima, dicción, declamación, maquillaje... Y había empezado a trabajar en el teatro con su seductora y profunda voz de contralto que el cine tardó unos años en reproducir. De hecho, parece que se distinguía por su flexibilidad: no fue en La reina Cristina (1933) donde por primera vez se travistió, puesto que en estos primeros pasos escénicos solía hacer con mucho suceso roles de muchacho en comedias, si bien la crítica y el público la preferían en tragedias románticas.
Otro que tuvo que ver con el destino de superstar a su pesar de Garbo fue, claro, el magnate Louis B. Mayer, quien en 1924 andaba por Europa cazando talentos. Conoció a Stiller, empezó a ver La leyenda... con ojo clínico y saltó en la butaca: “¿Quién es esa chica?”. Bueno, Mayer decidió llevarse a Stiller y Garbo a Hollywood, por 1000 y 350 dólares semanales, respectivamente. En el fondo –pese a la altura, las espaldas de nadadora, las caderas fuertes, los pies enormes– estaba seguro de que algo se iba a poder hacer con esa chica. Se quedó corto en su apreciación: mientras que Stiller no logró hacer pie en California, languideció y murió tres años después en Estocolmo, Garbo se convirtió prontamente en la Tentadora, la Divina, la Esfinge. Adorada por el público, nunca asimilada a la Meca del cine, nunca olvidada después de su renunciamiento. Como anotó Alexander Walker (El sacrificio de la estrella), “una reina de Egipto no podría haber dispuesto mejor su inmortalidad”.
El lunes 17 por TCM:
Ninotchka, a las 16.40
La dama de las camelias, a las 19.35
Garbo, el documental, a las 20.30
Gran Hotel, a las 22
Anna Karenina, a las 23.55
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