TALK SHOW
› Por Moira Soto
El drama es fácil, lo difícil es hacer comedia”: este sabio comentario es atribuido a distintos/as actores y actrices, y es probable que, palabras, palabras menos, haya sido pronunciado en distintas épocas, puesto que el mencionado concepto es casi un artículo de fe para quienes han actuado los dos extremos, aunque el drama siga siendo más prestigioso que la comedia (género este que en el teatro, el cine, la TV, rara vez es premiado si no figura como rubro específico). Es que si bien la risa es propia del hombre (y de la mujer) y el llanto lo compartimos con algunos animales, la catarsis, la purificación producida por la tragedia es considerada más elevada que la liberación que regala la risa a través de la comedia, la parodia, la sátira desde hace siglos (como 2500).
En su Pequeño tratado de grandes virtudes (Paidós 2005) André Comte-Sponville hace el elogio del humor “que nos preserva de la seriedad y además nos proporciona un placer que nos lo hace estimable”. Y a continuación cita al filósofo francés Vladimir Jankelevitch, “la seriedad designa la situación intermedia entre la desesperación y la futilidad”, para hacer notar que el humor navega en ambas orillas. “Carecer de humor es carecer de humildad, de lucidez, de ligereza, es estar demasiado engreído”, dice Comte-Sponville.
Y la verdad es que numerosas actrices locales de la actualidad, incluso algunas que se han hecho famosas haciendo piezas teatrales o películas sumamente serias, tienen un acentuado sentido del humor y el necesario desparpajo para dejarlo aflorar en sus actuaciones, sin temor de que se les caigan los anillos. O algún aro, como le sucede a la impagable Alicia Aller, una de las grandes comediantas actualmente en cartel, en la obra Suegras, nueras y cuñadas, donde, junto a Anahí Martella y Gimena Riestra, salva del naufragio un texto endeble, compuesto de una colección de chistes y lugares comunes sobre roles femeninos dentro de la familia, a menudo inspirados por la más rancia misoginia (la suegra es una arpía, la cuñada una cizañera, la novia a punto de casarse dice frases de esta guisa: “Benditas almas del Purgatorio, ayúdenme con el vejestorio”, obviamente refiriéndose a su futura madre política).
Y bien, haciendo un personaje estereotipado y superficialmente trazado en los papeles, Aller, riéndose de su edad, cuando se le cae un aro en un movimiento brusco, morcillea: “¿No ven? Me estoy desarmando”, y la sala se viene abajo de risa. Más adelante, aunque le toca decir chistes muy antiguos —si lo sabrá Carlos Perciavalle, que empezó con el tema en los ‘70— sobre sus cirugías (“¿Qué hicieron con los que me sacaron? Un sofá”), ella sale garbosa de todas las situaciones. Algo semejante sucede con las delirantes Martella, una cómica absoluta, y Riestra, además buena cantante, capaz de convertir la obsoleta Canción del deporte (“Luchar en gesta varonil,/ luchar con ansia juvenil,/ luchar y nunca desmayar...”) en un desopilante show aparte.
Con mejor suerte en cuanto a letra y dirección, en ¿De quién es el portaligas?, el nuevo film de Fito Páez actualmente en cartel, las actrices del elenco brillan en su condición de comediantes, en particular la extraordinaria Romina Ricci, muy fotogénica por otro lado, y la ecléctica Cristina Banegas, a años luz de sus ya clásicas madres tremendas, más pícara y retozona que cuando hace Fumando espero. Si algo hay que reconocerle a la divertida —aunque dilatada— realización de Páez es su mirada empática, gentil, afectuosa, indulgente sin dejar de ser zumbona, sobre el universo femenino que describe. Una actitud que lo lleva también a reírse saludablemente de arquetipos machistas, logrando que Darío Grandinetti y Lito Cruz tiren la chancleta y se regocijen de lo lindo, porque por suerte en este registro no tienen nada que perder. Al contrario.
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