Por Roxana Sanda
Qué podría decir de mí? Tengo un hijo de 28 años, una hija de 26 que me dio dos nietas de 6 años y de uno y medio, estoy en pareja desde hace un año con un inglés que decidió mudarse a este país por mí, trabajo de la mañana a la noche y enciendo un cigarrillo con otro desde que mi hija menor, Florencia, perdió la vida en Cromañón. A partir de ahí mi existencia fue un calvario; escribí dos cartas abiertas, una a los jueces de la causa y otra en respuesta a una carta de lectores de la madre de Chabán. Cambiaron mis expectativas y mis escalas de valores, todavía me cuesta tomar la decisión de volver a reír pero preservo mis espacios para llorar: el cementerio, la terapia, mis soledades. Mi vida no recomienza a partir de estos seis meses, porque todo se convirtió en una sucesión de días que van pasando. Pero siento que estoy esperando algo, no sé bien qué, si reencontrarla, si morirme y reencontrarme yo; digo, estoy triste pero de pie, tengo claro que no quiero venganza, sí justicia verdadera y basta de casos impunes, basta de esas banderitas que agitan entre cinco y dicen ‘Ibarra no se va’, que me dan vergüenza ajena.” Liliana Garófalo habla de estas cosas a los ponchazos, como le surgen las emociones que le disparan recordar a su hija Florencia Diez, una joven de 18 años que falleció aplastada dentro de Cromañón mientras intentaba en vano ganar la calle. “La autopsia dice que murió por compresión torácico-abdominal, es decir que le pasaron por encima y le aplastaron el pecho y la panza, y eso la mató. La busqué por todos los hospitales con mi familia, mis amigas y el grupo de scouts al que ella pertenecía, y la encontré 48 horas después de la tragedia en la morgue de Chacarita.” A Liliana, para quien todo pasó a ser “un mal menor porque cambió mi escala de valores y hay un montón de cosas que dejaron de importar”, la apatía le jugó una mala pasada hace un mes, cuando leyó en un diario la carta abierta que escribió Angélica Chabán, madre de Omar Chabán, al presidente Néstor Kirchner, en la que enfatizaba la inocencia de su hijo y –en esa época– su sufrimiento por verlo en la cárcel. “No lo pude soportar, lo único que sentí en ese momento fue la necesidad imperiosa de decirle que entendía su dolor de madre, pero por lo menos ella tenía la posibilidad de verlo, abrazarlo y a lo mejor llorar juntos, mientras que a mí esa posibilidad me fue negada. Y otra vez la impotencia, la sensación de que nos toman por idiotas con la decisión de los jueces de excarcelar a Chabán. Volví a escribir, como si eso me desahogara, me limpiara por dentro, y les dije que eran unos cobardes, que no estaban escuchando el clamor de la sociedad ante un hecho repudiable y que su dictamen era un acto de provocación. Sé que no voy a cometer ningún acto de violencia, porque en todo caso la violencia la generan los mismos jueces con sus fallos ridículos.”
Tras la experiencia de los escritos publicados (y que tiene pocas intenciones de repetir), prefiere canalizar la propia exposición los martes, cuando se reúne con otros padres en una casa de la calle Paso. A eso, Lili le fue sumando la construcción de un proyecto grupal que perpetúe la memoria de lo ocurrido y el espíritu de los que murieron durante el incendio del 30-12. “Por un lado está la causa penal que seguimos con suma atención, y por otro intentamos encauzar este dolor a través de hechos positivos, como una muestra fotográfica itinerante de nuestros hijos que haremos en julio, la tramitación con el Onabief (el organismo estatal que se encarga de administrar los bienes ferroviarios), para que nos otorguen el túnel que une Bartolomé Mitre y Perón, y podamos abrir un espacio de cultura y preservación de las cosas que tuvieron que ver con esos que ya no están. El grupo Paso, precisamente, impulsa la consigna Justicia y Memoria como un estandarte que todos deberíamos sostener.” Se le quiebra la voz con la misma carraspera enérgica que la empuja a la verborragia ansiosa por recuperar al menos el respeto al recuerdo de una chica anclada en la alegría, en el entrañable lugar común del “todos la querían”. “Un poco por ellos, esos chicos buenos y adorables a los ojos de sus padres, y por nosotros, algunos queremos dejar de llevar la bandera argentina con sus fotos en posición luctuosa, como si estuviéramos cargando sus cajones, y empezar a llevarla de frente, en forma vertical, como lo hicieron siempre las Madres de Plaza de Mayo.”
Desde hace un tiempo sospecha que algunas expresiones públicas de los padres se quedan en el exabrupto, alzamientos que se enfrían cuando se agota la ira que los apuntala. “Son como imágenes congeladas: ir a tirar huevos al edificio donde estuvo Chabán, en San Martín, o ir a Villa Celina a pegarle al padre de uno de los Callejeros, pero en el fondo de la cuestión nos mantenemos en una calma chicha. Todos los padres estamos sentados como en un balcón, viendo qué movimiento van a hacer los jueces o si algún día podremos tener confianza en un juicio transparente. Quizá los argentinos en general no tengamos vocación de lucha; queremos estar tranquilos, que nadie nos moleste, trabajar y juntarnos con la familia los fines de semana. Al menos nosotros no debemos perder nunca de vista que en esta historia que nos tocó vivir Omar Chabán encabeza la cadena de responsabilidades. ¿Quién puede tener una leve duda sobre la culpabilidad de ese hombre?” Entonces confiesa el temor de cada día a que el empresario se fugue o se “suicide, entre comillas, como hubo tantos suicidados oportunos en la Argentina. Si al tipo le pasa alguna de estas cosas, se corta la conexión con el gobierno porteño”; la supuesta ruta de las coimas y la cadena de irregularidades, algunas comprobadas en “la existencia de al menos tres extractores poderosísimos en el techo que estaban trabados para no chupar junto con el aire viciado los ruidos molestos al exterior”. O en el auto de procesamiento de la jueza Angélica Crotto, donde se establece que si la puerta de emergencia hubiera estado abierta, el local podría haberse desagotado en cuatro minutos y veinticinco segundos. “Pero también entendí que los jueces en general no se preguntan cuál es la demanda social.”
El aniversario encuadra a los familiares de las víctimas en pinceladas crudas, como el duelo reciente de la esposa y los hijos de Gerardo Rossi, “la víctima 194”, que falleció el 15 de este mes, al cabo de seis meses de tratamientos médicos que no lograron limpiarle los pulmones intoxicados después de siete entradas al local para rescatar gente durante el incendio. Esa noche del 30 de diciembre, Rossi cumplía 36 años y prestó servicios en Cromañón bajo las órdenes de Lorenzo Bussi, “Lolo”, jefe de seguridad de Callejeros. O como la madre de una sobreviviente que perdió su trabajo de limpieza por horas cuando la patrona le dijo que no podía seguir aguantando faltas y llegadas tardes, aun cuando las motivaran las permanentes consultas médicas de su hija. Esa mujer, ahora desocupada, pasa las tardes observando a la adolescente perdida en un sopor continuo alterado por desmayos repentinos y que más de una vez apareció tirada de rodillas en algún rincón de la casa, rascando el piso con las uñas. Liliana Garófalo insiste en que esas consecuencias no son (pre)vistas por los jueces, “aunque por los políticos tampoco: que no se crea Macri que porque uno odia a Ibarra, él es la opción, porque sabemos que es más de lo mismo. Al margen de la pérdida y la ausencia que uno va a llevar de por vida, quedan otras cosas por rescatar, por eso creemos que este caso no va a quedar impune. Y es bueno que los representantes de todos los poderes lo sepan.”
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