Por Luciana Peker
Natalí tiene una remera negra de la que cuelgan, por encima, dos anillos desterrados de sus dedos. Los anillos están cruzados y dicen Martín y Natalí. Cuando Natalí, de 19 años, trae la foto en la que Martín Confino, de 18 años, su novio, se asoma por su hombro, ella parece mucho más chica en esa postal –donde se la ve risueña, espontánea, adolescente– que ahora cuando pone la misma foto delante de una bandera que reza “Todos somos sobrevivientes”. Pasaron apenas seis meses, pero la vida cambió en una sola noche. El 30 de diciembre Martín y Natalí fueron a Cromañón. Ella se desmayó y alguien –que no conoce– la salvó y la llevó afuera. Estuvo en coma unas horas y sus padres la internaron en la Clínica Bazterrica. Después se enteró de que Martín no salió. Ella y el hermano de Martín, entre otros chicos, en incontables charlas de cocina, fundaron la Agrupación Independiente Angeles de Cromañón, que ya tiene más de 40 integrantes y está enfocada en hacer prevención entre los jóvenes y estudiantes, contener a los sobrevivientes y pedir justicia. “Empezamos con una charla en el CBC de Drago, abrimos mesas en las facultades y queremos seguir con debates en los colegios para concientizar sobre la necesidad de prevención. Los chicos tienen que saber que se tienen que cuidar porque si el Gobierno, la Justicia y el poder económico no nos cuidan nos tenemos que cuidar nosotros –resalta Natalí–. Por supuesto, también queremos que haya justicia. Y todo lo que está pasando con (Omar) Chabán no significa que el resto de los involucrados no tengan la culpa. Hay muchos responsables, no sólo Chabán, también está la sociedad anónima de Cromañón, (Aníbal) Ibarra, los inspectores, los funcionarios. No nos olvidamos de nadie”. Tomás Raski, de 19 años, es uno de los chicos que se acercaron –aun sin haber estado en el recital de Callejeros– a participar en Angeles de Cromañón por sentir que ésta es la causa emblemática de su generación. Ellos denuncian que esta participación tiene consecuencias y que muchos de los chicos ya sufrieron amenazas. Tomás asegura: “A mí me llamaron por teléfono y me dijeron que me deje de joder con Cromañón o voy a terminar como los 194 muertos. Yo hice la denuncia en una fiscalía en donde me confirmaron que mi teléfono estaba pinchado. Hay otros integrantes a los que amenazan de forma muy morbosa, con llantos de bebé, gritos, sonidos de tos. Nosotros vamos a seguir, pero hay muchos que prefieren que nosotros no participemos ni pidamos una comisión paralela que investigue sobre Cromañón”.
“Cromañón es la Argentina”, enfatiza Natalí que estaba por empezar el CBC para ingresar a la Facultad de Medicina, pero que este primer cuatrimestre, aunque lo intentó, no pudo cursar. Habla con su mamá, que está junto a ella, la acompaña a las marchas, e incluso dejó de trabajar de fonoaudióloga porque siente que Natalí la necesita en este momento en el que el tiempo transcurrido acrecentó la angustia, los ataques de pánico, las noches sin dormir, la necesidad de medicación. Natalí habla por ella y por muchos sobre los efectos de Cromañón. “Hay veces que se olvida lo que realmente pasó en Cromañón, lo que es para la cabeza del ser humano vivir una situación tan dramática y tenerla presente todos los días. Los sobrevivientes vivimos con esto constantemente: con los gritos, con esas imágenes que no te podés sacar de la cabeza. Hay sobrevivientes que están internados en clínicas psiquiátricas o con pastillas. Es muy terrible. Realmente haber estado en Cromañón es como haber estado en un campo de concentración. A veces me preguntan qué me pasó adentro, pero lo importante no es cómo salí, sino qué te queda en la cabeza. Yo no me olvido más. Se me vienen los gritos de la gente una y otra vez. A veces siento el aire que respiraba ahí, el monóxido, ese sabor. Yo no puedo ir más a recitales y duermo con una luz prendida, si siento un mínimo olor a algo que se está quemando me agarra un ataque de pánico. Esto fue desastroso para nuestra generación. Nosotros que vivimos esto queremos prevenir que no vuelva a pasar”.
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