“Cuando era chiquitita, aunque el espejo me mostraba que mi rostro era mapuche, yo no lo quería ser porque en la escuela me enseñaban que eran salvajes”, recuerda Moira Millán. Charo Bogarin, de origen guaraní, también recuenta piedras en el camino de su infancia: “Los modelos que hoy se imponen en la televisión pueden ser nocivos porque entre los chicos se hacen chistes sanguinarios. Me acuerdo que tenía un compañero con rasgos africanos al que un amigo le decía que escribiera con el dedo porque era como un lápiz negro. Y otro lo tildaba ‘chupetín de brea’. Por supuesto, me acuerdo hasta el día de hoy de todo esto porque a mí estos comentarios me afectaban mucho por ser morena. ¿De dónde viene esa carga? De los medios que tiran subliminalmente una data despectiva sobre los morochos”.
En la Argentina, los chicos de piel oscura no venden (ni ropa, ni champú, ni yogur, ni chupetines), los chicos de piel oscura piden y solamente aparecen en las campañas de Cáritas o símil solidarias. Incluso, hay marcas de ropa que suelen hacer viajes a lugares lejanos para fotografiar a mini modelos con niños africanos, bolivianos o chinitos, pero que nunca cuentan con un soplo de color tierra entre los rostros de sus fotografiados autóctonos.
Eleonor Faur, socióloga y consultora de Unicef, dictamina: “Los morochos sí están cuando es por solidaridad, como dando por obvio la articulación entre clase social y procedencia étnica. De esta forma, los rubios y rubias son los que despiertan nuestra ternura o entusiasmo de consumo (para verlos más limpios, lindos y secos) mientras que los morochos apelan a nuestra compasión”.
La diferencia con los programas extranjeros es notable –y ,ay, qué negados estaremos para citar a Barney como ejemplo– pero sí, aun el dinosaurio violeta tiene siempre una niña gordita, otra de ojos rasgados, un chico hispano (¡morocho!) y otro afro entre sus amiguitos de juego. Igual que el enorme perro Clifford, el pequeño Caillou o la propaganda internacional de champú Johnson, en el que varios negritos les hacen “ton ton ton” a sus rulitos en una pegadiza canción. Incluso, fuera de tanta ingenuidad, en Los cuatro fantásticos el héroe (Ioan Gruffud) elastiza su piel amarronada para combatir el mal.
Acá, en cambio, ser chico y ser morocho es estar ausente –incluso de una televisión atestada de chicos–. El periodista Alejandro Seselovsky, porteño por la adopción de sus padres y morocho de nacimiento, recuerda todavía cómo resolvió las cargadas en la escuela. “Me subí a un banco y empecé a cantar yo mismo borombombón, boronbombón, soy el negrito de Camerún.” En realidad, más allá de las estrategias de supervivencia infantil, los negritos argentinos son más del 50 por ciento de la población. Y no tienen ningún huesito en la cabeza. Aunque, es verdad, parecen exóticos en su propio país.
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