› Por Soledad Vallejos
La palabra es un registro y un documento. La lengua latina, recuerda Giorgio Agamben en Lo que queda de Auschwitz, nombra de dos maneras distintas al testigo. Una, terstis, menta al tercero en un proceso jurídico. La otra, la que nos importa, es superstes: vale decir, quien habla de algo (un hecho, una experiencia, un acontecimiento) que ha vivido. Es el estatuto del sobreviviente el que habilita esa palabra que no pretende ubicarse en el lugar de tercero en juicio, de prueba coyuntural. Esa palabra es un relato, ese relato encuentra en la voz que lo emite un autor: lo dicho mismo comporta valor de prueba, básicamente porque indica la presencia de alguien que ha regresado de experiencia para contarla como lo que es, la historia de un sobreviviente. El testimonio, además del valor del relato mismo, es un gesto que desafía: quien habla, ha regresado para contar.
“Los aparecidos somos portadores de la memoria del horror”, escribió Graciela Daleo en Contra la impunidad, en defensa de los derechos humanos. Y aunque ahora, en 2006, cuando se han cumplido 30 años del inicio de la dictadura, alguien pueda creer que esos testimonios se han abierto paso con sencillez, gradual pero sencillez al fin, la verdad es muy otra, porque la construcción de la memoria es un proceso infinito que avanza a paso lento. El relato, más que coral, es colectivo, social: lo que está en juego no es sólo la reparación de las víctimas directas (con el reconocimiento de lo sucedido y la acción punitiva de los victimarios), sino que pone en juego el trabajo a largo plazo de una identidad que, necesariamente, debe operar a partir de la transmisión. Las historias de las y los sobrevivientes son, también y fundamentalmente, eslabones imprescindibles en esa herencia que será asumida por las generaciones siguientes. Y eso por una razón intensa, que Hugo Vezzetti recordó hace ya algunos años en Pasado y presente. Guerra, dictadura y sociedad en la Argentina (ed. Siglo XXI), el ensayo que explora la construcción y los efectos de la memoria social, sus modos y sus límites. El significado de lo que admita esa memoria –planteó allí– delimitará la materia que haga posible los ejemplos, “en significación pública de la memoria se dirime su valor ejemplar, que hace posible la interminable tarea de extraer las lecciones del pasado”. Testimonios como el de Partnoy, como el que también dejaron en Ese infierno (ed. Sudamericana) Munú Actis, Cristina Aldini, Liliana Gardella y Elisa Tokar, son, sí, una apuesta a incluir voces en la construcción que en este presente se hace de la memoria, pero también palabras a disposición para una transmisión presente pero también futura.
Ahora Vezzetti agrega que “la memoria es una práctica social”, que “el objetivo de cualquier política de la memoria tiene que pensarse en plazos, que son los de varias generaciones. No se trata sólo de preguntarse cómo llegar a los jóvenes de hoy, que todavía pueden tener contacto con testigos directos de la época, sino cómo llegar a los jóvenes de dos, tres, cinco generaciones en el futuro”. La sociedad, dice Vezzetti, no siempre reacciona ni ha reaccionado de una sola manera ante estas voces que testimonian. “Aquí el espacio se abrió rápido por el Juicio a las Juntas, por el trabajo de la Conadep, que salió a buscar testimonios y después hubo gente que descubrió que podía contar. Porque en realidad no era tan fácil, incluso en los últimos años de la dictadura no había buena recepción por parte de la sociedad, y en ocasiones de la gente cercana, hay testimonios también de eso.”
En la Argentina, a diferencia de lo que pasó tras la caída del nazismo y en la España post-franquista, el testimonio de los sobrevivientes surgió en un plazo cercano al fin de la etapa que se denunciaba. En Alemania, aún hoy aparecen relatos de sobrevivientes que nunca antes habían hablado, cuando han pasado más de cincuenta años. En España, recién ahora comienzan a conocerse muchos testimonios. ¿Podría pensarse que esa necesidad tan inmediata de la palabra también indica una necesidad inmediata de clausura?
–En primer lugar, hay que reponer el contexto internacional: en los años ‘80, internacionalmente hay un boom de la memoria. Son los años en que emerge el tema del Holocausto, que no sólo había sido negado en Alemania sino también en Israel. El tópico del Holocausto se constituye como el símbolo mayor del deber moral de recordar, y alrededor de eso empiezan a aparecer otras situaciones similares: hay un movimiento que estimula la recuperación de esos pasados que habían quedado como tapados, como difíciles de encarar y asimilar por parte de las sociedades. En la Argentina fue muy rápida la asociación, casi inmediata, entre la dictadura y ese símbolo de crímenes masivos que fue el Holocausto. Por otra parte, efectivamente, hay que tomar en cuenta la enormidad de crímenes que la dictadura había producido, porque no es casual que, de dictaduras latinoamericanas contemporáneas, sea en la Argentina donde el tema emerge por la acción fundamental de los propios afectados: los familiares, los sobrevivientes, los exiliados, quienes habían sufrido la represión de la dictadura y antes no podían contarlo. Se trata no solamente de los 30 mil desaparecidos y sus familiares, sino también de miles más que habían sufrido las consecuencias. Ese es un dato que hay que tener en cuenta, y también la tenacidad con que los grupos, particularmente los de familiares, supieron establecer y convertir ese punto, esa denuncia, en un punto fundante de la oposición a la dictadura y la construcción de la democracia como lo opuesto a esa dictadura. En la comparación con Alemania y España, los casos son muy distintos: los alemanes no tienen ninguna iniciativa en la caída del nazismo, no jugaron ningún papel en la caída del régimen, y la administración de su pasado estuvo sometida a la ocupación norteamericana durante décadas, a pesar de lo cual siempre hubo grupos de sobrevivientes y afectados que pugnaban por hablar de eso, y que –muchas veces tardíamente– consiguieron que ciertos lugares se preservaran a medida que se asumían sus demandas. El caso de España también es distinto, no lo conozco en detalle, pero evidentemente también lo que sucedió fue consecuencia de una negociación política entre el socialismo y una expresión moderada de los grupos que habían sostenido el régimen franquista, de modo que se estableció un cierto pacto de transición.
¿Cuál es en la Argentina el papel de los testimonios de sobrevivientes planteados por fuera de los procesos jurídicos?
–Aquí esos testimonios surgen desde el comienzo de la democracia, con el Juicio, la Conadep y la edición del Nunca más. En un primer momento, son como marcas que recuperan parte de ese pasado: para el escenario judicial, el testimonio de los crímenes suponía recuperar la voz de los testigos como víctimas, y también como representantes de las víctimas que ya no podían hablar. Con el paso de los años, vamos viendo otras modalidades del testimonio, como esa cosa que parece muy pequeña pero que, sin embargo, es de un efecto extraordinario, como son los recordatorios que aparecen en Página/12. Es una gran herramienta, pero el hecho de que aparezcan en un solo diario habla, también, de cómo se construye la memoria: en este sentido, hay un gran déficit del sistema político y, consiguientemente, del Estado. Porque los organismos de derechos humanos cumplieron un papel extraordinario que nadie puede negar, hicieron una contribución fundamental para la democracia. La ausencia de una oposición política a la dictadura, que cae por la derrota de Malvinas, desnuda la necesidad de elaborar una política de justicia retrospectiva ante los crímenes de la dictadura, pero eso no pudo concretarse totalmente desde el Estado, que no asumió un lugar y dejó la elaboración paulatina de ese agujero del pasado en manos de la sociedad, particularmente en el caso de los organismos de derechos humanos, que se vieron obligados a asumir funciones del Estado para hacer oír sus demandas. Eso repercute en las decisiones que se toman al pensar una política de la memoria, que por esta cesión de responsabilidades no queda a cargo del Estado, sino de un sector. Y entonces se explica, por ejemplo, que en la publicación de los recordatorios de desaparecidos pasa algo notable: es un solo diario el que los publica. ¿Por qué no todos los diarios lo hacen? Eso sería una muestra de que hay una construcción de la memoria y de recuerdo de las víctimas que compromete a la sociedad en su conjunto. Eso pasa porque la construcción de esa memoria fue dejada en manos de un sector de la sociedad que el Estado debe tomar, pero no de manera exclusiva. Los testimonios han salido, han ido saliendo y seguirán haciéndolo porque cumplen también el papel de una reintegración: quien cuenta, puede ser escuchado. Si sucede ahora, es porque recién ahora quien testimonia encuentra las condiciones. Que se escuchen quiere decir que hay una sociedad que tiene capacidad para encontrar canales para eso, para emitirlos, para opinar, pero hay un momento en que lo testimonial no alcanza, o encuentra sus límites. Entonces se hace necesario un espacio de interacción entre lo testimonial y lo intelectivo: contar y tratar de entender, comprender qué pasó, poder hacer preguntas que apunten a darle a eso el carácter de memoria ejemplar, una que permita pensar y sacar conclusiones.
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