Una sigue fantaseando con que puede abstraerse y dejar de lado todo lo que entrañan estas fechas, pero el simple hecho de ver los arbolitos encendidos en las vidrieras y tantos otros adornos navideños por el camino, hace que se te empiece a activar algo que evidentemente no termina todavía de cerrar respecto del tema de la celebración. Y no me estoy remontando a aquellos encuentros familiares de mi infancia, donde el primer problema que se presentaba era elegir la casa donde nos reuniríamos. Tampoco tiene que ver con mi abuela, una santa que cocinaba siempre los mediodías del 25 un puchero de gallina con todos los chiches y todos transpirábamos a mares, pero había que rendir homenaje a su Génova querida. Previamente, claro, todos los 8 de diciembre había que armar el árbol para esperar a Papá Noel. Porque, lamentablemente, y ahora sí llegamos a la actualidad, ganó Papá Noel, ¿no sería bueno que este personaje barbudo que nos es tan ajeno haga su definitivo mutis, aunque sea por decreto de necesidad y urgencia?

Personalmente, nunca me creí del todo este código navideño, todo este circo, me parece un escenario de representación muy recargado que, como te decía, muchas veces termina por atraparte, por involucrarte, accedés por agotamiento. Pero a mí el disfraz me gusta llevarlo sobre las tablas, al trabajar, no en la vida. Por eso el mismo 25, después de estar con mis hijos, me voy a Unquillo, en Córdoba, un lugar de amigos, bellísimo, una comunidad relacionada con las artes, donde me desconecto, me siento bien.