Varias religiones se acreditan el origen del concepto de pecado (en sus distintas acepciones, claro) pero nadie medianamente enterado pondría en duda que la (Santa Madre) Iglesia Católica, autodenominada “la única religión verdadera”, se apropió, con ánimo castigador y casi universalmente, de ciertas acciones humanas que suponen una violación de las leyes divinas (dicho esto sin negarle cierto protagonismo en la temática pecaminosa a la religión judía). Pero el catolicismo oficial, desde su aparato clerical de poder, impuso los pecados mortales (de cabeza al infierno) y los veniales (un tiempo de parrillada en el purgatorio, aunque en este rubro ígneo ha habido algunos cambios en años recientes, en que también nos quedamos sin el Limbo para los inocentes sin bautizar). Por supuesto que toda falta contra el Creador proviene del pecado original, perpetrado —cuándo no— por la primera mujer (si no contamos a Lilith), Eva, la pizpireta manzanera desobediente que comió del árbol del conocimiento y no contenta con pecar ella, tentó a Adán, que cayó como un chorlito.
Con el tiempo, la Iglesia Católica empezó a especular con el sistema de premios y castigos (fuego eterno para los rebeldes sin contrición, fuego temporario para faltas leves, paraíso y bienaventuranza para los impecables) a través de las indulgencias plenarias y parciales. Es decir, la remisión de las penas pronunciada por los eclesiásticos, recurso pago que se convirtió en pingüe negocio cuando en el siglo XVI, el Papa León X proclamó una indulgencia plenaria para todos los que contribuyeran a la reconstrucción de la basílica de San Pedro, sede de los poderes terrenales que se arrogó la Iglesia. Pero antes, en el XII, el Papa Gregorio el Grande reformó y organizó la moral cristiana, estableciendo los siete pecados capitales, tan humanos ellos: soberbia, avaricia, lujuria, gula, ira, envidia, pereza. Pecados que bien se podrían reciclar hoy, respectivamente, con genuino espíritu evangélico como: crueldad, pobreza, abusos sexuales, despilfarro, autoritarismo, exclusión permanente, corrupción política y económica...
De Los siete pecados capitales, ballet cantado en nueve escenas de Bertolt Brecht y Kurt Weill, que Ute Lemper interpretará en versión de concierto presentada por el Teatro Colón en el Gran Rex, casi podría decirse que es una obra inspirada por uno de los pecados más repudiados y temidos por la Iglesia Católica: la lujuria. Porque esta creación se gestó y financió gracias al joven mecenas inglés Edward James, un tipo sensible a las artes pero sobre todo a los encantos de Tilly Tosch, una bailarina alemana que lo volvió loco de amor y con quien no cultivaba precisamente la castidad. James puso la guita para que la creación de Weill y Brecht fuera realizada por Les Ballets 1933, compañía fundada por Boris Kochno —ligado a Sergei Diaghilev— y George Balanchine, a quienes se sumaron el gran escenógrafo Caspar Neher y Maurice Abravanel —antiguo alumno de Weill— como director musical. En este grupo que incluía a los primero exiliados por causa del ascenso al poder de Hitler estaba la portentosa Lotte Lenya, que asumió el rol de una de las dos Ana, la cantante, mientras que la otra Ana quedó en manos de Tilly Tosch.
Los siete pecados capitales fue escrita —texto y partitura— en un par de meses, luego de que Weill —habiendo descartado a Cocteau— llamó urgente a Brecht que estaba en Italia (perdonándole al libretista de Mahagony que lo hubiera llamado “falso Richard Strauss”). Poniendo en marcha sus ya conocidas ideas políticas, sociales y de procedimientos teatrales, Brecht, con apuntes de Weill, inventó la historia de Ana, una joven de Louisiana enviada por su familia a recorrer siete ciudades estadounidenses con el fin de juntar dinero para construir un hogar. Sus padres y hermanos sueñan con una casita en Luisiana, “donde sueña la luna bajo el Mississippi”, que debería estar terminada cuando la chica regrese al cabo de siete años. La familia de Ana representa la doble moral burguesa, mezquina y conformista, mientras que la personalidad de la joven está disociada, tironeada entre la exigencia de ganar plata y la satisfacción de sus deseos (ser artista, que haya justicia, no prostituirse, alcanzar la felicidad) que irónicamente son señalados como pecados capitales. Ana I, representada por una cantante, encarna la racionalidad sin escrúpulos para cumplir sus objetivos. Ana II, opuesta y complementaria, papel bailado, sucumbe una y otra vez a sus instintos, comprometiendo la concreción del proyecto familiar que, sin embargo, a pesar de estas transgresiones se cumple gracias a que Ana I consigue siempre controlar su lado más humano. En esta nueva crítica al capitalismo, Brecht trabaja con estereotipos norteamericanos que ya había aplicado en obras anteriores, con clichés tales como describir a Hollywood, una de las siete estaciones (la mitad de las del rito del Vía Crucis) de Ana, como el mismísimo infierno.
Lotte Lenya, mujer intermitente de Weill, que ya había interpretado con su forma de cantar gestual Happy End y Mahagony, se lució ampliamente, muy por encima de Tilly. Pero lo cierto es que las parejas de ambas se rompieron (aunque LL nunca se distanció del músico, y tiempo después volvieron a casarse en NY). Después de la muerte del compositor (en 1950), Lenya grabó a los 57, en 1956, una versión adaptada a su menguada voz, escollo que salvó con una interpretación memorable de Ana I y Ana II. (“No tenía voz pero quería cantar ese rol y lo hizo. Pero no es cierto que Weill quería que se interpretara así”, declaró Maurice Abravanel en 1989). Esta versión popularizó la obra y llevó a varias cantantes de cabaret o de jazz a encararla en ese registro. En 1997, Marianne Faithfull tomó como base la versión original, entonando la parte de las dos Ana una octava más baja, en un CD donde figuran otros temas de obras de Weill-Brecht (“Bilbao Song”, “Pirata Jenny”, “Alabama Song”). Otras grabaciones recomendables de Los siete pecados capitales fueron realizadas por Teresa Stratas y Anne Sofie von Otter, Gisela May, pero sin duda la mejor es la de Brigitte Fassbaender, la primera cantante de lied que se atrevió, muy canyengue.
Esta es la obra que interpretará Ute Lemper en el doble papel protagónico, en una única función, con la orquesta Filarmónica de Buenos Aires dirigida por Jan Latham-Koenig. En la primera parte del concierto se ofrecerá Música Nocturna del argentino Julio Viera y la Sinfonía Inconclusa de Schubert. Lemper, encarnando a las dos Ana, actuará con el cuarteto solista integrado por el tenor Osvaldo Peroni, los barítonos Mirko Tomas y Hernán Iturralde y el bajo Nahuel Di Pierro.
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