› Por Luciana Peker
Tenía 15 años cuando el tren emprendió un viaje que me llevaba mucho más lejos que a Rosario. Aunque, ahí, en esa parada estuviera Pablo. Y aunque en la mochila estuviera el guardapolvo y la odisea de decir que iba a Gualeguaychú, a lo de una amiga. El viaje fue más lejos. A mis 15 –que ya fueron hace más de otros 15– el sexo ya era presión. Ya me habían dicho –en mi primera vez– que el sexo era ese ir y venir en donde no se debía hablar sino era para repetir vocales. Sin levantar la mano, pero con el miedo de lo indebido en el momento de los enredos, le dije que me estaba haciendo pis. Se lo dije para irme o, justamente, para no irme. Me acuerdo, cada vez más, de Pablo diciéndome “meate” –y no ordenándomelo o frenándome– sino abrazándome para ahorrarme las vergüenzas, para levantarme las barreras, para desalinear el cuerpo de los deberes y dejarme suelta, pero apretujada, como cuando en un rock el cuerpo gira con la libertad de fluir y la confianza de la mano agarrada. Esa fue mi primera vez –no la de los otros– y la metáfora que elijo para definir la sexualidad que me gustaría elegir: enlazada y libre, sin ataduras morales pero tampoco de manuales, que hoy son mucho más penetrantes –en el plano íntimo, no el público, en donde es al revés– que los discursos conservadores.
“You’re one hot mummy”, decía, en inglés, supongo que porque el inglés parece más sexy, igual que la palabra sexy, la propuesta de la zona femenina del Festival de Cine Erótico de Buenos Aires (que se realizó en Costa Salguero del 15 al 18 de noviembre) y que incitaba a las mujeres que –como yo– hemos sido madres a que también seamos mujeres calientes (¿vieron que en castellano es más fuerte?). “El taller está dirigido a que puedan redescubrir su sensualidad sin perder de vista su rol de mamá”, ofrecía el taller de corte (de mamaderas) y confección (de portaligas).
No quiero despreciar de plano el tendal de consejos para mujeres –las clases de striptease, las reuniones de tuppersex, que venden consoladores como antes se vendían ollas Essen, y las clases de Erotic SOS que también se ofrecían en el Festival– porque, tal vez, a alguien, o algo, sirve. Si el sexo es placer, la mirada abierta, las ganas de aprender, la sed de probar son parte de un camino que puede hacer del cuerpo un paladar deseante. Pero ése es, justamente, el punto G del sexo: el deseo y no –¡no!– el deber.
Mientras que la maternidad es un huracán que, muchas veces, suele abrazar al nuevo bebé con tanta intensidad que no hay lugar para la arrasadora entrega del sexo y el parto, también, deja al cuerpo partido, ganado, desbordado y con más necesidad de caricias que de vibradoras braguitas para levantar el sex appeal. Por un tiempo. Por eso, también es cierto que estimular una maternidad deseante es un nuevo –e interesante– paradigma. Sin embargo, la necesidad y densidad de clases, posgrados, doctorados y disneylandias sexuales para aprender a dar la vuelta en la montaña rusa del cuerpo me parecen más aterradoras que libertarias. Bah, me dan ganas de volver a viajar en tren y que el sexo se re-descubra como un viaje sin paradas fijas, sin destinos a los que llegar, ni boletos que pagar. Como un viaje en donde la gracia es el viaje y dejarse viajar. Con abrazos y palabras (que, a veces, en castellano, también calientan más). Y sueltan más que vocales.
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