Nos asustan los fantasmas y sin embargo vivimos minuciosamente entre ellos: son nuestro ser anterior, el que vivió en una casa, el que pasó por un jardín, el que viajó por diferentes lugares del mundo, el que fue increíblemente feliz o increíblemente desdichado. Cada uno de esos seres está rodeado de otros seres. De ese modo se propaga el infinito mundo de los fantasmas.
El amor es recíproco, lo que no es recíproco es la imaginación.
Masticando pan tostado o con un caramelo en la boca podríamos conseguir lo no podríamos conseguir con nada: que nuestro interlocutor nos mate.
En Palermo. A mediodía, todos los martes, invierno y verano, primavera y otoño, se ve llegar a un hombre y una mujer. Anhelantes, avanzan. Sospecho que primero se aventuran por el Rosedal, por el Patio Andaluz, porque, habitualmente mudos, hablaron alguna vez de las rosas florecidas o no florecidas y del perfume de las rosas o del recuerdo de ese perfume, y de las glicinas y de los sapos de las fuentes. Siguiendo los mismos senderos, manteniendo la misma distancia que los separa o los acerca el uno del otro cruzan la calle en el mismo sitio, debajo de las casuarinas, donde estacionan las victorias de plaza que esperan a los novios y a los escolares para llevarlos a pasear. Cruzan el césped hasta que llegan a la avenida Sarmiento.
Ella tiene el pelo recogido como pidiendo un sombrero, los dedos enrulados como si llevara el mango de un paraguas, el pecho estrecho como lo quiere una esclavina.
–¿Dónde viven?
–En Florencio Varela.
–¿Vienen siempre?
–Todos los martes.
–Venimos a tomar aire. Donde vivimos no se puede respirar por las chimeneas.
–Hay muchas chimeneas negras.
–Cuando venimos tenemos apetito.
–Yo me comería una res entera.
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