El riesgo de representar a las víctimas es siempre el mismo, condenarlas a una condición de víctimas y quitarles la posibilidad de superar el trauma. Cuando las víctimas, además, pertenecen a grupos de personas a las que usualmente se asocia con el dolor y la violencia –como es el caso de las mujeres–, ese riesgo es todavía mayor.

Nuestra cultura maneja un enorme repertorio de imágenes de mujeres como sujetos que sufren, y lo peor es que en estas imágenes se recicla el mensaje de que ese sufrimiento es justamente lo que las dignifica. Los ejemplos sobran y no vale la pena recordarlos, porque justamente en esos modelos se regresa a un discurso que condena a la mujer al sometimiento, al miedo, a la imposibilidad de mirarse como personas que no deben resistir el dolor, ni callarlo.

Una manera de evitar la deificación de las víctimas es la contextualización absoluta de las historias que las convirtieron en víctimas. Sin saber qué y cómo pasó que la mujer fue agredida físicamente, violada, ultrajada, etc., no sólo no le devolvemos a ella la posibilidad de contar su historia, sino de revelar quién o quiénes fueron sus victimarios. En el rostro de una mujer que llora, sin conocer su historia, ella permanecerá como víctima, y sus victimarios, impunes.

Los ejemplos de las mujeres que se organizan para superar el dolor del asesinato de sus maridos e hijos, para recuperarse –en la colectividad– de lo que sufrieron en solitario, son muchos. Lamentablemente son siempre menos conocidos. Ese quizás es el verdadero reto que deben afrontar los artistas, mostrar imágenes, pintar cuerpos, escribir crónicas, pero siempre contar las historias. De lo contrario, no salimos del esquema de mirar a la mujer –siempre muy digna– pero bien pisoteada.

* Profesora de Literatura en la Universidad de Texas, Austin. Analista de la representación de la violencia en América latina.