Vie 03.05.2013
las12

Cambio de panorama

› Por Marta Dillon

En el tono sin susurros en el que hablan ahora las mujeres que consumen pornografía la desconfianza es la primera reacción frente al porno feminista. ¿Qué clase de obra lúdica, eficiente como para llamar a la sangre donde se la necesita, se puede producir desde el condicionamiento de una ideología? Por mucho que se suscriba a esa ideología, a la necesidad de pararse políticamente frente al patriarcado con la firme resolución de tirar abajo su casa con las herramientas que sean, la duda late: ¿calientan estas películas? Porque si no calientan, ¿a quién le importa que se cumpla completo el manifiesto que a principios del 2000 firmaron 13 directoras europeas antes de entregarse a filmar pornografía? Ese texto de diez puntos bien podría resumirse como un grito pelado que demanda el derecho a gozar del cuerpo, a ser tan “sucias” como queramos, tan desmarcadas de lo que se espera de nosotras como podamos; derecho a la autonomía, en definitiva, a la sexualidad disidente, a rendirse al cuerpo y por el cuerpo para generar tanto una crítica a la pornografía tradicional –y machista– como un hecho artístico. De eso, más o menos se trataría el post porno, un movimiento que busca la representación de sexualidades y cuerpos disidentes, se apropia y resignifica las herramientas del porno para terminar con la hegemonía masculina e intocable, es un arma política y social. Pero ¿calienta?

El cine de Erika Lust –que puede verse online– no tiene una respuesta única. Pero tampoco se puede pretender una respuesta unívoca cuando de lo que se habla es de calentura. Sí puede decirse de sus películas que están lejos del porno soft –género infame que trae lo peor del mundo del porno blanco y macho pero sin la parte divertida (los polvos se imitan, las chicas se desvisten despacio y no se podrá ver ni un solo pelo por debajo del cuello)– y lejos también de ese mundo de cuerpos seriados que proponen los canales condicionados que están al alcance de cualquier servicio de cable. Y es un alivio esa familiaridad de los cuerpos menos formateados. Que no siempre las mujeres tengan dos tetas, que las lesbianas no tengan uñas esculpidas de 20 centímetros, que los varones entreguen su trasero con generosidad, que se rían en el medio, que haya personajes e historias para contar entre polvo y polvo. Claro que a veces esos intervalos de relato en piezas que tienen una utilidad específica obligan al fast forward más que al disfrute. Pero, Lust lo sabe y en su sitio de Internet, cine virtual donde se pueden ver todas sus películas y las de muchas otras directoras que suscriben al post porno, las películas están enteras o divididas en capítulos para facilitar la tarea de quien busca ir a los bifes y no enredarse en rodeos. Así se pueden ver algunas joyitas –como la sacada de Liandra Dahl, directora y protagonista, jugando con una Barbie a la que obliga a masturbarla maniobrando con la manito de plástico sobre su clítoris– en momentos de apuro o de necesidad de inspiración, sin tener que templar la paciencia en hora y media de film. Y hay algo más en este sitio que se agradece con reverencia: la existencia y la presencia de la vulva como fetiche erótico irrumpiendo en un paisaje tan dominado por esos falos siempre estrangulados para que rindan erectos más allá de lo humano. En las películas de Lust las vulvas se ven, se mueven, se mojan, se toman su tiempo, acaban y eyaculan. Tiene pelos, se hinchan, se dejan penetrar, son voraces. Existen. Y eso podría alcanzar para revolucionar el porno industrial y para hacer del género algo profundamente feminista.

Cinemalust.com

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