Viernes, 20 de septiembre de 2013 | Hoy
Por Marta Dillon
Desafiando al frío que la semana pasada parecía darle un beso blanco a la costa de Mar del Plata, Rigoberta Menchú Tum dejó la estampa de sus manos en la vereda de las estrellas, frente al hotel Hermitage, ahí donde empezaba reunirse el Foro Internacional por los Derechos de las Mujeres que convocó el gobierno de la provincia de Buenos Aires. Será extraño encontrar entre las firmas de Susana Giménez y Carlos Monzón –por ejemplo, que rubricó su nombre con un puño, justo en la ciudad donde ese puño terminó con la vida de su pareja, Alicia Muñiz– las manos de esta mujer chaparrita cuya estrella fue la tragedia y la sabiduría para transformarla en lucha. Todavía corría la sangre en su país cuando ella empezó a denunciar lo que en su Guatemala ocurría, todavía se descontaban las cuatro décadas que duró el conflicto armado entre la guerrilla y las fuerzas militares y paramilitares del Estado que dejó un tendal de muertes y violaciones que son más que crímenes de guerra, son crímenes de lesa humanidad y por eso se habla ahora de genocidio. Rigoberta Menchú había tenido la suerte de pocas mujeres en su pueblo Quiché maya, había accedido a la educación en un convento donde sus padres la protegieron dejándola internada, estaba en la secundaria cuando los mataron a los dos –a él lo quemaron dentro de la embajada de España a donde había ido a refugiarse con otros campesinos– y estaba recorriendo el mundo con sus denuncias cuando supo que sus hermanos desaparecidos seguramente estaban muertos. De todo eso se levantó y su voz se hizo más fuerte cuando en 1992 recibió el premio Nobel de la Paz. “Yo me paro porque soy chaparrita y en honor a este tiempo y a este país que tiene una mujer presidente votada por el pueblo. Porque donde hay una mujer que brilla, todas nos sentimos también brillando. Todavía nos preguntan ¿estamos preparadas? Eso es lo que pregunta el colonialismo, el racismo neocolonial a las mujeres de mi pueblo. Y no contestamos, andamos. Yo saludo a las que luchan y no regalan derechos quedándose en sus casas; esas que no recibieron homenaje pero dieron todo a la lucha y a la memoria colectiva”, dijo en la apertura del foro flanqueada por el gobernador Daniel Scioli y su ministra de gobierno, Cristina Alvarez Rodríguez. Menchú no declaró en el juicio contra Ríos Montt, ya lo había hecho antes en estrados internacionales y tal vez era la hora de dejar hablar a otras mujeres, esas mujeres que, como dijo en la apertura del foro, ahora la “superan, porque nosotros hablábamos y no teníamos poder. Ahora tienen el poder de la verdad. La verdad de las víctimas no se puede cuestionar. La memoria de las mujeres torturadas que hasta reciencito fueron criminalizadas en silencio. Eso se ha roto, ahora entendemos que el feminicidio nace del ultraje y no de la resistencia”. Casi mil mujeres la escucharon en silencio y arrobadas, mujeres que trabajan en temas de género en cada uno de los municipios de la provincia de Buenos Aires y que durante dos días tuvieron la oportunidad de escuchar tanto a Rigoberta como a otras feministas llegadas de México –como Marcela Lagarde–, de España –como María Ángeles Durán, que dio una clase magistral sobre la traducción económica de la tarea de cuidado a los otros que llevan adelante en un 90 por ciento las mujeres sin ninguna retribución en dinero–, de Chile –Nieves Rico– y también de nuestro país, como Dora Barrancos y Graciela Di Marco. Menchú fue la primera esta vez, esa es la tarea de una pionera, una que cumple con su traje de huipil hermoso y bien calzado, que lo suyo no es solamente la denuncia ni el testimonio si no la de imponer otro discurso y otra imagen frente a las estructuras más profundas “de la esclavitud y el racismo”, esas que tiemblan pero se resisten y que anidan mucho más profundo que el accionar y la palabra de un dictador; anidan en las estructuras más ancestrales de cada uno, de cada una.
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