› Por Maitena
Dejás de tomar cuando no das más. Cuando ya agotaste el placer y todo lo que queda es culpa y arrepentimiento, mezclado con una resaca que es parte de tu vida y te parece re normal despertarte hecha una piltrafa, con el pulso tembleque, el cuerpo flojo y la cabeza como una piedra.
Dejás de tomar cuando ya te resulta insoportable no recordar una parte de lo que hiciste anoche. Las barbaridades que dijiste o las personas a las que lastimaste. Tu blanco favorito suele ser tu pareja, pero también sirven los amigos, o cualquiera, bah. El alcohol te convierte en tres animales: primero el mono, después el tigre y por último el chancho.
Dejás de tomar cuando estás a punto de perder lo único que te importa. Aunque no es así para todo el mundo y basta con mirar alrededor. Todo se festeja con una copa o un brindis. Lo social le tiene una alta tolerancia al borracho, mucho más que a cualquier otro enfermo.
Pero ojo, no todos los que beben son alcohólicos. Hay gente que la sabe llevar. Y no tiene que ver con la cantidad de alcohol que tomes, se puede tomar alcohol todos los días y no ser alcohólica, y se puede tomar una vez por semana y serlo. El tema pasa por la modalidad de beber. Si sos capaz de parar una vez que empezaste o si de la cerveza pasás al vino y del vino al whisky y del whisky a lo que haya hasta terminar el stock. Control o no control, dice Fernanda Laguna. Se trata de eso, como con todo en la vida.
También está lo estético, que es más importante de lo que parece, porque la vida ya tiene la suficiente cantidad de cosas feas. Todo el mundo sabe que después de cierta edad estar en pedo te arruina cualquier look. No hay nada menos elegante que andar medio bizca dando vueltas sin encontrar la puerta.
El alcohol tapa un agujero negro que seguís teniendo cuando dejás de tomar. Lo más difícil de explicar es cómo la misma fuerza con la que intentás recuperar las riendas de tu vida de alguna manera también te ayuda a tapar ese agujero negro, o no a tapar, más bien a bancártelo un poquito mejor. Y dejarlo ahí, como aconseja Salvador Benesdra en El camino total, porque finalmente todo se reduce a formas de soportar el sufrimiento. Dejar ese dolor ahí y ponerse a hacer otra cosa. Cansar ese cuerpo endemoniadamente resistente que suelen tener los bebedores, y al mismo tiempo fortalecer al samurai en el que te vas a convertir cuando domines al enemigo. Y hay que hablar. Porque por la boca nos enfermamos y por la boca vamos a curarnos, repiten en AA. Está bueno ir a los grupos, pedirles ayuda a los que saben, porque no se sale sola, es muy difícil.
Al principio da miedo pensar en cambiar de amigos y de costumbres y de escenarios, pero después, cuando las cosas se empiezan a acomodar –porque es como en el carro de melones y no hay con qué darle– y los cambios se empiezan a producir, las columnas del debe y el haber se van desbalanceando y todo queda del lado del haber. Es inevitable sentir la pérdida de una vida loca que te encanta y, sobre todo, de ese estado de sopor anestesiante donde flotás sin que te importe nada y sos genial.
Sobria es todo más difícil. Te quedás mucho más sola, te reís menos, y de coger ni hablemos. Sobria cuesta más divertirse, quedarse en una fiesta, ser el alma de la mesa o irte a dormir. Sobria cuesta más todo, hasta comer. Pero el alcohol te quita una energía enorme. Vos no chupás menos de lo que te chupa él a vos. Energía, tiempo, dinero. Una de las cosas más impresionantes de dejar de beber es el cambio de vida, que lleva un tiempo, pero el melón se acomoda finalmente, siempre.
Despertarte a la mañana sin resaca, levantarte con ganas de vivir, dejar de ser la última en irte de todas partes, perder menos tiempo en cosas que no te importan, dejar de poner el cuerpo porque sí. No inmolarte más en nombre del dolor. Aceptarlo y convivir con él. Y seguir adelante, cada día. Día a día. Tratando de entender que la vida no tiene sentido y hay que inventárselo, y ése es el trabajo más difícil.
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