FúTBOL
› Por Juan Sasturain
Desde la casa
Creo que fue Roberto Carlos el que dicen que dijo entre harto y soberbio –cuando los criticaban por su rendimiento, incluso antes de que Brasil quedara afuera– que no se podía competir con las publicidades. Es decir: ellos –el mismo Roberto Carlos, Ronaldo, Ronaldinho– en la cancha, no eran ni podían ser como aparecían ni hacían las cosas que hacían en las publicidades de Nike, de Adidas o de lo multinacional vendedora de lo que fuera que los mostraba superhéroes futboleros de acrobacia prodigiosa, violencia inusitada de remate, habilidades mágicas...
En ese sentido, el vigoroso lateral brasileño tiene razón. Si hay algo que salta a la vista a esta altura del negocio y de la competencia es el abismo que separa la espectacularidad de la promoción –vía figuras prodigiosas de héroes y fenómenos de la pelota– de las opacas, genuinas realidades del juego. Como en el caso del socialismo y otros sueños entrañables, el fútbol real difiere largamente del fútbol virtual que venden –de a pantallazos y por necesidad de vender sus propios productos tangentes, instrumentales– las multinacionales dueñas e interesadas en el éxito del negocio. Entre el fútbol real que se juega en la cancha y el fútbol virtual que se promueve en propagandas ingeniosas y delirantes está el fenómeno que se vale de uno y de otro para ser en el fondo lo único que importa: el espectáculo fútbol –ya no fútbol espectáculo– ese hecho televisivo que involucra a miles de millones de espectadores-consumidores sujetos a medición minuto a minuto y objetos de deseo del ojo marketinero que mide el rating, esa perversión en la que nos cagamos.
Ahora dejemos de lado ese subproducto maravilloso del fenómeno futbolero masivo que son los avisos televisivos (ya sea dedicados a la pasión de los enfermos/espectadores o a los intérpretes tan idealizados, eso de lo que se queja Roberto Carlos) y quedémonos con las puntuales promociones del Mundial, de los partidos mismos. Si siempre las colas, los avances de estrenos, son mejores que las películas que se supone incitan a que vayamos a ver –y que suelen constituir, por su excelencia, un género en sí– la promoción de ese multitudinario programa de tele que es el fútbol de alta competencia tiene –respecto del cine– un problema: no sabe qué película está vendiendo. Sólo supone/propone cuáles son/serán los actores principales y sugiere el género: en general, acción con elementos de aventura, thriller, drama, suspenso... Pero en realidad –como se ha visto– no puede garantizar nada: el fútbol con facilidad trastrueca los protagonistas, deviene comedia, farsa, melodrama y, sobre todo, frecuente y peligrosamente se convierte en aburrido forcejeo especulativo, tan atractivo como un noticiero sobre el estado del tiempo y las cotizaciones en bolsa. Digo: los partidos son –más allá de las emociones en juego– generalmente feos, el espectáculo es menos atractivo de lo que se vende, los superhéroes aparecen poco y maltratados, no hay mucha acción, se lo pasan conversando en el medio, diciendo pavadas, los actores secundarios tiene siempre la pelota y la usan mal y uno pregunta: ¿Quién carajo escribió este guión?
Es que hay una contradicción básica, irresoluta: por un lado, los que venden el programa necesitan belleza, atractivos, superhéroes, espectáculo en serio, belleza y/o emoción para que la gente no se raje, apague la tele y se vaya a mirar el picado de enfrente por la ventana. No es que crean en esos valores sino que es lo que han vendido. Por otra parte, están los responsables de la conducción de los equipos puntuales, los actores competidores, quienes necesitan cuidar su culo y su lugar de poder, y que para eso deben conseguir los “objetivos” por los que les paga: los putos números, de cualquier manera; que sumen puntos, ganen eliminatorias, pasen a lo que sigue, cierren bien la cuenta de resultados más allá de todo otro valor. Y ahí se produce la contradicción: este espectáculo futbolero en el que se ponen tanta guita y expectativas resulta –en lo que respecta al juego, a la belleza y a las posibilidades del espectáculo– habitualmente un fiasco. Tal vez porque más allá de lo que se diga, el fútbol –probablemente porque se juega con los pies y no con las manos– no es tan fácil de manipular.
Claro que esto no va a quedar acá. No me cuesta mucho imaginar la presión de los que bancan el negocio para “mejorar”, “garantizar el espectáculo”. El modelo acabado del deporte-espectáculo-televisivo, la NBA, que cambió los tiempos de juego para que entrara más fácil la publicidad, que instauró los lanzamientos de tres puntos, que modificó pragmáticamente las reglas del básquet se cierne sobre el Espectáculo más Grande del Mundo, como le decían al circo antes, como es el fútbol de alta competencia hoy.
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