FúTBOL › DEBATE
Por Daniel Guiñazu
La eliminación argentina de la Copa del Mundo de Alemania no ha sido la consecuencia de un proceso anómalo, atiborrado de errores y necedades. Y por eso duele más que de costumbre. Más allá de algún reparo puntual e inevitable, poco hay para reprocharle a José Pekerman a la hora de trazar el balance final de su ciclo al frente de la Selección. Tomó partido por un estilo de juego abiertamente ofensivo, designó jugadores en consecuencia, no adoptó decisiones fundadas en el capricho o el antojo, las sostuvo con mano firme y pulso sereno, y cuando las circunstancias le dictaron la necesidad de cambiar hombres y nombres, lo hizo en el mismo sentido, enviando un mensaje claro hacia adentro y hacia fuera del plantel.
Pekerman no dirigió para las cámaras ni para la tribuna. No cultivó el perfil mediático y marketinero que a tantos les gusta tanto. No abrió frentes artificiales de conflicto. Eligió, pensó, entrenó, habló e hizo jugar de acuerdo a sus más íntimas convicciones futboleras. Pero tuvo un problema: no pudo salir campeón mundial. Y las usinas del exitismo suelen no perdonar semejante desliz. Por eso eligió irse en voz baja antes de que los mercaderes del templo se ensañasen con su obra y su figura. Le hubiera sido casi imposible soportar las presiones de otro período al frente de la Selección sin la protección inmensa que brinda un título del mundo.
Aquellos que todo lo miran bajo el prisma estrecho de los resultados, aquellos que antes de viajar a Alemania decían que Argentina sí o sí debía salir campeón mundial, pronunciaron la palabra fracaso sin ponerse colorados. Fracaso hubiera sido repetir la desgraciada experiencia de Marcelo Bielsa en Corea-Japón 2002 y no haber pasado la primera ronda. O no haber podido superar los cuartos. Esto distó de ser un éxito, no hay dudas. Pero Argentina, si bien no alcanzó el título, al menos recuperó su lugar natural en el fútbol del mundo y se situó entre los ocho mejores. Avanzar más allá depende de un sinfín de factores técnicos, estratégicos y anímicos en los que no siempre dos más dos es cuatro. Y el público parece haberlo reconocido. La continuidad de Pekerman fue avalada en todas las encuestas que hicieron distintos medios, y los mensajes grabados en los contestadores de las radios resaltaban la pena por la eliminación, pero también el coraje que el equipo derrochó en Berlín.
¿Hubiera sido diferente el desenlace con Abbondanzieri y Messi en la cancha? ¿Seguiría la Selección soñando a estas horas en Herzongenaurach si Riquelme hubiera sido el jugador que se supuso que iba a ser y que no fue? ¿Por qué se fue perdiendo poder ofensivo partido tras partido? ¿Pekerman leyó mal el trámite y equivocó los cambios? Las preguntas repiquetean buscando un culpable en quien poder descargar el peso inmenso de la eliminación. Pero la Argentina se quedó afuera del Mundial sin que pueda señalarse a nadie con el índice acusador. Simplemente, porque en los 120 minutos de juego ante Alemania le faltó llegada y porque en el instante culminante, aquel que define cuatro años de trabajo, se ejecutaron mal dos tiros desde el punto del penal. Así de sencillo. Así de triste, también.
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Por Gustavo Veiga
Ruud Van Nistelrooy, el goleador holandés, nos decía con simpatía después del empate en cero de la primera fase: “El mejor jugador argentino está entre el público, es Diego”. El síndrome del estratega o del conductor nos acompaña, con Verón antes, con Riquelme ahora, con Maradona afuera de la cancha, desde hace un par de mundiales. No es grave, porque el país continúa sacando jugadores que otros países se llevan, aunque sí influyó en un par de decepciones. La primera, notable, en Japón-Corea 2002; la segunda, más moderada por cómo sobrevino la eliminación, en este torneo cuya final veremos por TV.
¿Qué quiere decir esto? Que ni la Brujita cuando nos dejaron afuera en el amanecer de aquel Mundial, ni Román en el actual, dieron todo lo que se esperaba de ellos. Y no hablamos de cualquier jugador, que con un cambio se disimula su ausencia, sino del que maneja los tiempos, el que administra la pausa, el que pone la última puntada para que los delanteros definan, el que es propietario de todas las pelotas paradas.
Verón, durante el Mundial en que nos fletaron en tres partidos, rindió por debajo del nivel de sus compañeros. La pelota le quemaba, exasperaba con su lentitud, a tal punto que Marcelo Bielsa terminó excluyéndolo y lo reemplazó con Aimar. Riquelme, quien apareció en su nivel esperable en contados momentos (contra Serbia, ¿quién no? y ante Costa de Marfil y México no tanto), también jugó menos que varios de sus compañeros. Abbondanzieri, Ayala, Mascherano, Maximiliano Rodríguez y Tevez, cada uno en lo suyo, se destacaron más que el volante del Villarreal. Y eso se notó demasiado, sobre todo en el decisivo partido contra Alemania.
Román nunca se sintió cómodo ante los rudimentarios Schneider, Frings o cualquiera de los defensores que lo cruzara, en los 61 minutos que duró en la cancha. En el primer tiempo, sacando un corner que con poca fuerza casi mete por el primer palo, perdió más pelotas de las que entregó bien. Le contamos seis pases mal dados, mirando hacia el arco de Lehmann. Y apenas en 22 minutos. Eso sí, cuando tenía a un alemán cerca y tocaba hacia atrás, la pelota tenía destino inexorable: Mascherano, Sorin o Heinze, que volvían a empezar la jugada de cero, cuando esa función era de él. Nunca intentó desequilibrar en el uno contra uno, y eso es lo que sorprende, si se toman en cuenta sus condiciones de fino titiritero. En el segundo tiempo, después del corner que le sirvió a Ayala para convertir el 1-0, su silueta se nos evaporó. Desapareció del partido hasta que Pekerman lo reemplazó. El argumento dado resultó su cansancio, ¿cansancio? y hasta se dijo que el cambio lo habría pedido el propio Riquelme.
Algunos periodistas elucubraron teorías conspirativas que nosotros descartamos. Que no le dio la pelota a Crespo en un contraataque donde la Selección hubiera definido el partido, y cosas por el estilo. Como fuere, lo de Román no tiene demasiada explicación. Se esperaba más, dio menos. La pena es que ocurrió justo en el Mundial. Y encima en un Mundial donde ninguno mostró mejor juego que la Argentina.
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