FúTBOL › MICROFICCIONES
Los siguientes microcuentos, de Juan José Panno, forman parte del libro En cancha chica, que editará próximamente Colihue.
Carmelo Caciacucco. Comúnmente conocido como Colorado o Calabrés. Centrocampista. Caminaba la cancha con categoría. Con claras cualidades para la conducción en su carácter de capitán: cabrón con los contrarios, condescendiente con los compañeros. Conquistó campeonatos y copas con cuanto cuadro lo contrató: Colón, Cobreloa, Colo Colo y Celtic. Concluyó su convincente campaña en Cambaceres cuando cumplió cuarenta y se complicó con una contractura en el cuádriceps, una cardiopatía y un corte en el cuero cabelludo al caer un cascote a la cancha. Hoy cuida caballos de calesita y contrabandea cigarrillos en Clorinda; cayó como calzón de casquivana.
El 8 se la tocó al 10, el 10 pateó, la pelota pegó en el muslo de un defensor, descolocó al arquero y con ese gol ganaron el partido. Cuando le pusieron adelante un micrófono, el técnico, feliz con el resultado, canchero, habló de la importancia del trabajo de la semana en la elaboración de jugadas de pelota parada.
Así no se puede, un partido por año, ¿me entendés? Entrás a una cancha marrón achocolatado, con un poquito de verde, la misma de siempre, con una iluminación berreta, cinco o seis velitas rasposas, y el canto de la hinchada que se repite, como si festejaran que volviste: “Que los cumplas feliz, que los cumplas feliz”. Así no se puede, es muy dura la vida del futbolista porque encima te tenés que aguantar que te llamen muñeco de torta.
En la noche previa a la gran final increíblemente ganada ante un adversario claramente superior, el director técnico se apareció en la concentración con un puzzle de más de 200 piezas de diferentes colores y formatos. Los cartoncitos verdes eran del césped y los otros de un moderno botín. Más de tres horas estuvieron los futbolistas entretenidos en el jueguito hasta que lograron la imagen final. Al día siguiente el que mejor captó el mensaje del entrenador fue uno de los mediocampistas. A los cinco minutos del partido hundió los tapones en el cráneo del enganche rival. Se fue expulsado, pero al otro lo llevaron al hospital.
La triangulación con el volante central y el enganche era la especialidad de la botinera.
Le preguntaron en qué estaba pensando y salió de la cuevana, la bajó sin problemas, quedó face to face con el último hombre y antes de que lo bloquearan, posteó fuerte para mandarle al fondo de la red social. Después recibió comentarios de todo tipo.
El arquero dijo que son cosas del fútbol, pero pensó que la culpa la tuvo el 2 que no encimó al 9 de los contrarios; el 2 dijo que no hay que dramatizar, pero pensó que la culpa de la dramática derrota la tuvo el 6 que no saltó a cabecear en los centros; el 6 dijo que no hay que andar buscando culpables, pero pensó que la culpa la tuvo el 3 que no apretó al wing derecho de los contrarios; el 3 dijo que no pasó nada, pero pensó que lo que pasó, pasó porque el 4 le dejó tirar un montón de centros al que llegaba por la izquierda; el 8 dijo que un tropezón no es caída, pero pensó que la culpa de la caída estrepitosa la tuvo el 5, que se iba arriba y dejaba huecos a sus espaldas; el 5 dijo que fue un partido raro, pero pensó que no sería raro que siguieran perdiendo si el 10 continuaba con sus pisadas caprichosas; el 10 dijo que lo bueno fue que tuvieron algunas situaciones de gol, pero pensó que la culpa la tuvo el 9, que no aprovechó ni una sola de las situaciones de gol que tuvo; el 9 dijo que está todo bien, pero pensó que todo iba a seguir estando mal si continuaba jugando el 7; el 7 dijo que la hinchada tenía que ser paciente, pero pensó que la paciencia se le había agotado viendo cómo el 11 se metía siempre en offside; el 11 dijo que había que tomar la derrota sin desesperarse, pero pensó que era desesperante ver que el arquero no tiene manos, y el arquero repitió: son cosas del fútbol.
Juegan en el pasillo con una plastiball padre e hijo. A doce goles juegan. El pibe, que tiene cuatro años, saca ventajas. Cuatro, cinco a cero. El padre reacciona, pasa a ganar seis a cinco, el pibe redobla el esfuerzo y con amor propio se pone diez a ocho, parece que la cosa ya está liquidada, pero el padre estira el partido y pasa a ganar once a diez, el pibe siente que está todo perdido, que el mundo se derrumba, pero mete un chumbazo y empata. El padre tira débil, pero igual al pibe se le escapa y es el gol del triunfo, aunque el mismo padre lo anula. “No vale, fue offside”, dice. El pibe no sabe qué es el offside, pero acata contento la decisión del padre/árbitro. Y en el último tiro manda otro chumbazo que el padre quiere parar, pero de verdad no puede. Doce a once gana el pibe, un resultado que ya se había dado otras veces. Termina el partido y los dos jugadores se abrazan fuerte. Muchos años después, cada vez que hace un gol por el campeonato local o por la Copa, cuando se abraza con sus compañeros, el crack siente que ahí está el padre.
Hasta ahora se venían arreglando con viejas camisas blancas de padres y tíos, con un número escrito con marcador rojo en la espalda, pero llega el tiempo de tener un equipo completo con camisetas. No hay plata. A alguien se le ocurre una solución mágica: una rifa. Cien números. Una canasta con sidra, pan dulce y nueces que el almacenero deja a precio de costo. Se sortea con la grande de Navidad. Diez días después alguien llega con el paquete de las camisetas. Bien colorinche: rojas con rayas finitas amarillas y verdes. Y una amarilla para el arquero. La estrenan un sábado. Es un Sábado de Gloria. Si éste no es el fútbol...
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