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Lunes, 26 de septiembre de 2016

CONTRATAPA

Grondona, el frente externo y el Mundial de Italia

El texto pertenece al libro AFA, el fútbol pasa, los negocios quedan, escrito por el periodista Sergio Levinsky, de Autoría Editorial, que fue lanzado la semana pasada. En la obra se develan puntos como el vínculo entre la máxima entidad y el Estado, según el gobierno de turno.

Grondona tampoco era el mismo en tiempos de Menem que en los de Alfonsín, cuando transitaba sus primeros años en la entidad del fútbol argentino. Ya estaba consolidado al ganar otra vez las elecciones para presidente de la AFA en 1987, en lo que fue su segunda reelección. Se había impuesto sin rivales a la vista con los 31 votos de la Asamblea, lo que resultaba un tanto extraño: clubes en crisis, modelo en crisis, pero votación unánime en su favor. Muchos lo explicaban a partir de los éxitos de la “Cancillería”, la cara externa de una AFA que iba aumentando los problemas internos pero, al mismo tiempo, atravesaba uno de sus mejores momentos en cuanto a la Selección Nacional. Este éxito se hizo aún más importante por algunos resultados y por la brillantez de Diego Maradona, el ya sin dudas considerado mejor jugador del mundo, que promovía todo tipo de expectativas a donde viajara.

Si antes Bochini lo había favorecido con los títulos para llegar desde Independiente a la AFA, Maradona lo había ayudado ahora para llegar hasta la FIFA luego de haber atravesado una enorme cantidad de obstáculos. En este sentido, los dos títulos mundiales (1978 y 1986) también habían colaborado para su arribo a la casa mundial del fútbol, impulsado incluso por el azar.

Con la caída en desgracia de Teófilo Salinas en la Confederación Sudamericana de Fútbol (Conmebol), en 1985, cuando aceptó la sugerencia de Coca Cola para llevar el ya previsto Mundial Sub-20 de Chile a Rusia para expandir el mercado de la bebida gaseosa, el uruguayo Eduardo Rocca Couture, elegido por Havelange para la vicepresidencia de la FIFA en lugar del renunciante Lacoste, y amigo de Salinas, tuvo que renunciar al cumplir su primer mandato, en 1988. Ese lugar fue ocupado, desde entonces y ya con consenso, por Grondona, quien además volvería a ser ayudado con el subcampeonato conseguido por la Selección Argentina en el Mundial de Italia de 1990.

Este salto a la FIFA marcó también un cambio importante en los movimientos del día a día en la AFA. Grondona fue ganando terreno en la FIFA y sus viajes a Zürich se hicieron cada vez más frecuentes. Mientras tanto, su delfín desde los primeros tiempos como dirigente, cuando presidía Arsenal, Eduardo Deluca, titular de Defensores de Belgrano y luego secretario general de la AFA, llegaba a la Conmebol con el mismo cargo y con estrecho vínculo con el presidente de la entidad, el paraguayo Nicolás Leoz. En ese frente, el externo, por esos tiempos Grondona tuvo menos problemas que en el interno. Si bien la Selección Argentina seguía sin conformar a una buena parte de los aficionados y a la prensa, había una tendencia a pasar por alto muchos detalles y una cierta indulgencia de varios medios de comunicación, convencidos de que al haber ganado el Mundial de México de 1986 el crédito era mucho mayor. Se firmaba así el pacto tácito de que lo único que parecía importar, en un ciclo de cuatro años, era el Mundial, incluso al punto de no lamentarse por las Copas América perdidas.

El equipo argentino no había pasado del cuarto puesto como local en 1987, cuando llegó el turno de la siguiente en Brasil en 1989. El conjunto local no ganaba una Copa del Mundo desde México 1970, se hablaba del “Síndrome de la falta de Pelé”, y se notaba una enorme necesidad de superar esa situación. En cambio, el equipo albiceleste llegaba distendido, aunque con un Maradona contrariado y con sobrepeso. “El Diez” ya era dueño de toda la estructura y de las decisiones del cuerpo técnico, debido al poder que había acumulado en esos afios de gloria tanto en la Selección Argentina como en el Napoli, donde también era considerado una especie de semidiós, tras haber ganado torneos locales e internacionales en un club muy poco acostumbrado a ello y siendo bandera de reivindicación, del siempre maltratado sur italiano contra el norte opulento.

En la Copa América de Brasil, un Maradona contrariado le contó a este periodista, con gran lamento, que estaba desesperado por abandonar Nápoles, donde no podía llevar una vida normal, para trasladarse con su familia, a Marsella, debido a una irrechazable oferta del Olympique. Por ese tiempo, al equipo francés lo regenteaba el dirigente “socialista”, aunque ligado también al negocio de los misiles y luego relacionado con Adidas, Bernard Tapie. Sin embargo, Maradona tenía contrato hasta 1993, había firmado por siete años en 1986 y sentía que así, sin darse cuenta, jugando con su buena fe, poco menos que lo habían esclavizado. El presidente del Napoli, Corrado Ferlaino, le había explicado que si lo dejaba marcharse lo mataban a él.

Ese equipo argentino de 1989 era una mezcla de varios de los campeones mundiales de 1986, con algunos de una nueva generación que ya eran habituales entre los convocados por Bilardo, como Claudio Caniggia, Pedro Troglio, Néstor Gorosito, Pedro Monzón, Roberto Sensini, José Basualdo y Abel Balbo. Sin lucir, logró la clasificación para el cuadrangular final. Durante esa fase final, jugada a doble turno en el estadio Maracaná, y pese a algunos lujos que dejaron huella (como un magistral remate desde mitad de cancha que acabó con la pelota en el travesaño del maravillado arquero uruguayo Zeoli), la Selección Argentina fue rápidamente eliminada.

Sin necesidad de tener que jugar partidos por la clasificación para el Mundial de Italia de 1990, por haber sido campeón en 1986, la Selección siguió con los amistosos aislados y las quejas de Bilardo por tener a la base de sus jugadores en el exterior, mientras el fútbol del equipo seguía sin conformar, y con eternas excusas de falta de tiempo para prepararse o exagerando las virtudes de los rivales.

Pero el bajo rendimiento no era nuevo: en 1987, la Selección había logrado su clasificación para los Juegos Olímpicos de Seúl de 1988, a los que concurrió dirigida por Carlos Pachamé, el principal colaborador de Bilardo. Había perdido 4-1 en un amistoso previo ante Australia, en tierras oceánicas. Ya en la sede de los Juegos, la Selección Argentina, con muy buenos valores del fútbol local, había pasado a duras penas como segunda el grupo inicial, tras empatar sobre el final en el debut ante la inexperta de Estados Unidos, vencer a los locales y caer ante los soviéticos, a la postre campeones. En cuartos de final, tuvo que enfrentar a la Selección Brasileña que terminó siendo la base del equipo que un año más tarde ganaría la Copa América. Si bien Argentina fue derrotada y eliminada del torneo con un 1-0, la brillante tarea de su arquero Luis Islas evitó lo que pudo resultar en goleada. Aquel partido sería el anuncio de lo que ocurriría ante el mismo rival dos años más tarde en el Mundial.

Para Italia 1990, la Selección Argentina ofrecía muchas dudas en su juego. Así como para 1978 el director técnico César Luis Menotti conservaba demasiado poder, ahora este residía en un jugador, Maradona, que se había adueñado de las decisiones. Siempre hay debate entre los aficionados al fútbol en Argentina acerca de quiénes deben integrar la Selección; en aquél momento había coincidencia en que Ramón Díaz, quien se destacaba en el Mónaco en la liga francesa, debía ser convocado. Sin embargo, la conocida distancia que se había establecido entre Maradona y Díaz, antes compadres en el Mundial Sub-20 de Japón de 1979, impedía la presencia del delantero en el conjunto nacional. La presión mediática resultó tan fuerte, que hasta el propio presidente Menem, riojano como Díaz, trató de interceder convocando a Bilardo a una reunión en la Residencia Presidencial de Olivos a tal efecto.

En la conferencia de prensa posterior, ante una inusual expectativa, Menem, sentado al lado de Bilardo y del vocero presidencial, el periodista deportivo Fernando Niembro, llegó a lamentar la ausencia de Ramón Díaz para Italia 90: “Llamé a Diego pero este le bajó el pulgar”.

Todo esto, dicho con el propio director técnico a su lado, sin que se molestara en desmentirlo.

Durante el Mundial, este periodista y el colega argentino residente en España Jesús Ferro caminaban por el Centro de Prensa Gaetano Scirea, en Roma, cuando se les presentó un francés acreditado para el certamen para preguntar, sorprendido, “por qué no está Marcicó (por Alberto Márcico, a quien seguía cada semana en el Toulouse) en el equipo”. Dijo que su nombre era Just Fontaine, nada menos que el máximo goleador de la historia para un solo Mundial (13 goles en 1958).

Sin Márcico ni Díaz, con una enorme cantidad de defensores y volantes que habían formado parte del ciclo y, en algunos casos, otros que provenían desde 1983, aunque con Maradona y Caniggia, la Selección Argentina sorprendió al mundo al caer derrotada (como cuando jugó en España 1982 ante Bélgica) en el partido inaugural en San Siro ante Camerún.

En la gira previa al Mundial, ya habían existido episodios conflictivos que mostraban que el verdadero poder en el plantel lo tenía Maradona, que había revertido su situación en el Nápoli y había conseguido otro Scudetto luego de un mal inicio de temporada, aunque un golpe en un dedo del pie lo había limitado para el torneo, así como luego la rodilla. Por si faltara poco, en las horas previas al debut Maradona había acaparado otra vez la atención al recibir en Milán el pasaporte diplomático por parte del Gobierno argentino, que aprovechara políticamente la situación para ensalzarlo.

El día anterior al debut y tras la última práctica, Maradona se enteró en el vestuario que, tras largos balbuceos para atenuar la situación, Bilardo había dado a conocer la alineación y había decidido quitar de la titularidad a Caniggia para colocar a Balbo en su lugar.

La inesperada derrota caló hondo en la delegación argentina y en los aficionados, y Bilardo decidió cambiar medio equipo para el segundo partido ante Rusia, tras decirle al grupo en la intimidad que si no se lograba la clasificación prefería “que el avión que va de vuelta a la Argentina se caiga” o que “había que disfrazarse de árabes”.

La clasificación para los octavos de final se consiguió angustiosamente y sin mostrar una mínima solidez. Como en los Juegos Olímpicos, esperaba Brasil en octavos de final en Turín. Tres remates a los palos de los brasileños y un dominio total en gran parte del partido, que no se reflejó en el marcador, dieron espacio para una genialidad de Maradona, que habilitó a Caniggia, quien marcó el gol del pase a cuartos de final.

Ya en esa instancia ante Yugoslavia, así como en semifinales ante Italia, el equipo argentino jugó sus mejores partidos. El clima previo al partido ante los locales estuvo marcado por la rivalidad con Maradona, en el ámbito del torneo y en las calles. El gran jugador argentino ayudó con una frase dicha en la conferencia de prensa previa, acerca de los aficionados de Nápoles, ciudad sede de la semifinal: “Espero que los napolitanos hinchen por nosotros, porque los italianos se olvidan todo el año de ellos”.

Cuando la Selección Argentina eliminó a la italiana, pareció que el Mundial se había terminado. Se calcula que con esa eliminación del conjunto local (invicto y con un solo gol en contra en todo el Mundial), el fútbol de ese país perdió en una noche cerca de mil millones de euros en negocios. En los centros de prensa, los voluntarios ya recogían las cosas y las guardaban, y en Roma, sede de la final, los italianos demostraron desde el inicio su predisposición hacia la Selección Alemana, debido al odio que les generaba Maradona.

En ese contexto, ocurrió un extraño hecho en la concentración argentina en Trigoria, a pocos kilómetros de Roma, cuando en la mañana previa a la final apareció arrancada la bandera celeste y blanca del mástil, causando un gran revuelo. El clima se puso más denso durante los himnos, cuando ante los silbidos del público en el momento de sonar la canción nacional argentina Maradona miró a la cámara general e insultó, a sabiendas de que llegaría a todos en un solo instante.

El equipo argentino fue impotente para ganar esa final. Bilardo, con la excusa de los suspendidos y lesionados, que dejaron diezmado al equipo titular, y como si el resto de los componentes del plantel no valieran lo mismo (al cabo, ésa era una decisión suya, que privilegió a esos jugadores por sobre otros más talentosos que se quedaron fuera del torneo), soló atinó a defenderse con un gran vallado que evitó que los alemanes se adelantaran. Terminó con dos expulsados por juego brusco y por las continuas protestas al árbitro mexicano Edgardo Codesal, quien acabó otorgándole a Alemania un más que dudoso penal con el que se definió el Mundial. [...]

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