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Casi como en 1974
Por Diego Bonadeo
En 1974, quien esto escribe tuvo el especial privilegio de cubrir desde Buenos Aires y para el viejo Canal 7, todavía en blanco y negro, y sin pastores de Billy Graham en horario central, el Torneo de Maestros de tenis que se jugó en Australia y en el que, en la final, Guillermo Vilas derrotó al rumano Illie Nastase.
“Hasta ahora yo creía que el pasto era para que comieran las vacas. Después de hoy me di cuenta de que también sirve para jugar al tenis...” dijo Vilas en la ceremonia de entrega de premios, después que el marplatense le ganó, y sin discusiones, a uno de los más grandes tenistas de la historia, instalando lo que décadas después iba a ser todo un debate respecto de las superficies en las que se juega este deporte.
Y por entonces, uno era hincha del tesón de Vilas. Pero también de la enorme condición de la actitud desdramatizadora del rumano.
Horas atrás, en Shanghai, este columnista, fanático confeso entre los argentinos del tenis de Gaudio, se encontró, en la final versión 2005, con sensaciones parecidas a las de treinta y un años atrás.
Es que Roger Federer es el arquetipo de la normalidad, en un circuito en el que el histeriqueo parece ser moneda corriente. El suizo es, además de un jugador de aquéllos, casi un gentilhombre. Tanto en las buenas como en las malas. Y Nalbandian, que debió interrumpir su reivindicable vocación ictícola para entrar de apuro al torneo por sucesivas deserciones –Safin, Hewitt, Roddick, Nadal–, cambió sus vacaciones de pesca por su participación en Shanghai.
Mientras Federer ganaba los dos primeros sets uno sufría por Nalbandian que es de los de acá... Mientras Nalbandian remontaba el partido y se notaba el agotamiento del suizo, uno sufría por Federer que, aunque hijo de alguno de los cantones del país de los cucús y las cuentas numeradas y secretas, sería bienvenido entre nosotros, los de acá... Aunque los dos ganen fortunas haciendo lo que hacen.
Y la “socialización” del título que Nalbandian dejó escrita con marcador en la lente de la cámara de la tele, escribiendo “Vamos Argentina”, en vez de autorreferenciarse con su firma, vale para seguir disfrutando las contradicciones. Casi como en 1974.