CONTRATAPA
El Dakar, que descansó ayer en Mauritania y hoy reanuda su travesía, es mucho más que una competencia por el desierto, como lo prueban las vicisitudes de este motociclista europeo que vendió su negocio para ir a correr al Africa.
› Por Oriol Puigdemont *
Desde Nuakchott
Con las montañas del Atlas como idílico mural de fondo, el campamento del rally Dakar se estableció el pasado lunes a 500 metros escasos de Er Rachidia (Marruecos), emplazamiento marcado en el libro de ruta de la prueba como final de la tercera etapa, la primera en territorio africano. Los primeros pilotos de motos comenzaron a vislumbrarse poco después de mediodía, pero el naranja intenso de la moto de José Luis Alvarez, JL como le gusta que lo apoden, no apareció por el lugar hasta última hora de la tarde. Con el pelo desaliñado y completamente agotado por el esfuerzo (la etapa constaba de 672 kilómetros) arribó el piloto, con una amplia sonrisa de satisfacción enmarcada en su rostro.
El piloto no dispone de asistencia. Para esta edición sólo se ha amparado en unos amigos que, en el arranque de la carrera en Portugal, le facilitaron algo de “chatarra para la moto”, así como lo define él. Aunque poco duró el apoyo porque la dirección del todoterreno en el que seguían sus huellas se resquebrajó y allí se quedaron. Ellos y la chatarra. Para JL, de 37 años, es su noveno Dakar. “Legalmente son ocho”, infiere este ex vendedor de electrodomésticos. “En el año ’86 no tenía dinero para inscribirme y me fui en paralelo, en plan pirata”, explica. “Cuando veía que salían seis o siete motos, salía detrás”, aclara el español, que al año siguiente vendió su negocio de electrodomésticos para poder inscribirse legalmente.
De las nueve ocasiones en las que JL tomó parte de la carrera sólo en una, la del 2003, consiguió pasear su moto por la arena del Lago Rosa de la capital senegalesa. Las otras veces se quedó por el camino. “La primera vez fue una auténtica locura”, sugiere Alvarez. Y abunda: “Me quedé tirado con la moto en Mauritania y estuve un día y medio en el desierto tratando de arreglarla”. Finalmente, agotado y resignado, el primerizo no pudo reparar el problema de encendido de su máquina y se puso a caminar. “Llegué a Tidjidka, el oasis más cercano, y le vendí la moto abandonada a un lugareño para conseguir dinero para volver”, matiza el piloto, quien, tras despertar al día siguiente se llevó una sorpresa mayúscula. “Trataron de convencerme de que me casara con una de sus mujeres”, exclama sonriendo el segoviano. “Finalmente me fui de allí a escondidas.”
Si en algo coinciden todos los que toman parte en la más grande aventura por etapas que existe es en que, quien va una vez a Africa, regresa. Pueden pasar los años y el Dakar evolucionar, pero nadie duda de la capacidad cautivadora del continente. “El rally ha cambiado mucho”, recuerda JL, y señala como ejemplo los novedosos sistemas de navegación actuales que, aunque limitado su uso este año por la organización, ayudan al competidor. Sí había libros de ruta como los actuales, aunque las referencias que se anotaban eran muy distintas. “Se seguían los pozos de agua y para no perdernos seguíamos las rutas de los camellos”, cuenta JL, dueño de un método infalible para dar con las huellas más recientes. “La única forma fiable era comprobar la ternura de los excrementos, aunque para ello debías tomarlos con la mano”, concluye este ensimismado del desierto. “Africa me ha formado como persona.”
* Especial de El País de Madrid.
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