CONTRATAPA
› Por Adrián De Benedictis
La reunión familiar tenía como motivo principal festejar un nuevo Día del Padre. La mesa de aquel domingo congregaba a algunos parientes que ni siquiera tenían los números telefónicos. El padre mayor, sentado a la cabecera, ya tenía cierta edad como para pensar que ése podía ser el último aniversario en su honor, y quizá por ello no quería que faltara ninguno de sus hijos, nietos, yernos y nueras. Aun sabiendo que el diálogo entre muchos de ellos prácticamente no existía.
Como siempre, los niños eran el nexo perfecto para tratar de apaciguar los ánimos, que en muchos de los presentes podía alterarse con facilidad. Fabián era el hijo mayor de don Ernesto, y como tal contaba con cierta complacencia de su padre por sobre el resto de sus hermanos, que eran seis. Todos casados y con al menos más de un hijo cada uno. Cuentan incluso que en las épocas “doradas”, donde todos mantenían una relación amable, llegaron a alquilar salones para poder convocarlos a todos en un espacio con más comodidad.
Los temas para dialogar no abundaban, ya que ni siquiera coincidían en el plano político, y ahondar en ese terreno justo en días electorales podía ser un factor de conflicto. Y si bien algunas mujeres no suelen estar muy compenetradas, el fútbol era el centro de todas las atenciones. A lo largo de sus años, don Ernesto había inculcado en la intimidad de su hogar el amor hacia la camiseta de un club muy especial: Vélez. En su infancia, el hombre solía transitar los rincones del estadio de Liniers en los hombros de su padre, el fallecido Ignacio.
Y Vélez fue el tema que comenzó a instalarse en la mesa. Como el equipo había cerrado la primera parte del año entregando poco para el entusiasmo de su gente, don Ernesto creyó que esa intrascendencia no causaría rispideces entre los presentes, y ayudaría a acercar a varios de sus primogénitos que se mantenían distanciados. Al mismo tiempo que degustaban las pastas cocinadas por doña Elvira, apareció un nombre que fue desviando el curso de la conversación, y ya no se debatía si Vélez podía regresar a vivir otra época de oro como la que tuvo en la década del ’90 sino si este hombre entendía o no de la materia. Ricardo La Volpe fue el lugar para donde apuntó la mira.
Fabián, con la autoridad que le daba ser el más grande entre sus hermanos, sentenció:
–Fracasó con la selección de México, fracasó en Boca y ahora fracasó en Vélez. Desarmó todo el equipo. No sabe nada de fútbol.
Pero Martín, que era el quinto de los hermanos y el único que seguía yendo a la cancha, lo defendió:
–No, pará, el tipo sabe. Trabaja bien, manda al equipo para adelante, lo que pasa es que los jugadores no lo entienden, ¿qué querés? Si todos los futbolistas son unos ignorantes.
Cuando escuchó esas palabras, saltó inmediatamente Norita, hermana de Martín, que disfrutaba cuando los sábados a la mañana acompañaba a su hijo Nicolás al polideportivo de Argentinos, llamado Islas Malvinas, ya que jugaba en las divisiones menores del conjunto de La Paternal:
–Fijate bien lo que decís, nene. Mi hijo sueña con jugar algún día en Primera y no va a ser ningún ignorante; también va a estudiar Derecho.
Como Martín no era de quedarse callado, enseguida le respondió a su hermana:
–Pero callate; vos jamás pisaste una cancha de fútbol. No sabés ni quién carajo es La Volpe. Toda tu vida hablaste al pedo, y no cambiaste nada.
Y siguió Norita:
–Escuchame, pendejo, a mí me vas a respetar. Hace siete meses que no me ves, y ni siquiera llamás a casa para preguntar cómo está tu sobrino. Justamente, no me vas tratar así adelante de él. Si querés descargate con la viborita de tu mujer, y de paso dale una clase de cómo educar a un hijo, porque de eso sabe poco.
El clima había tomado temperatura y todavía faltaba el postre. A esa hora, ya nadie se había acordado de los regalos, ni siquiera para el gran homenajeado: don Ernesto. Aquella charla entre Martín y Norita había arrastrado al resto de la familia, que comenzaron a cruzarse acusaciones fuertes.
El postre ni siquiera se llegó a servir. Los hijos de don Ernesto comenzaron a irse de a uno. Tomaban a los niños de la mano, y apenas los obligaban a éstos a saludar al abuelo. El objetivo de don Ernesto de intentar unir a todos nuevamente había fracasado, y ya fantaseaba con alguna otra fecha posible para volver a reincidir.
Cuando ya se encontraba solo en la larga mesa, y mientras su esposa buscaba una pastilla para los nervios, don Ernesto fue el único que a esa hora se acordó del entrenador de Vélez:
–Feliz día La Volpe de la madre que te parió.
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