CONTRATAPA
› Por Juan José Panno
El partido de gala que se disputaba en el Gran Estadio era tan malo, pero tan malo que los espectadores se empezaron a asomar a los murallones de las graderías para espiar desde ahí el encuentro improvisado que estaban jugando hijos y sobrinos de los profesionales en un campo lindero. Su Majestad, presente en el Gran Estadio, fue notificada de lo que estaba ocurriendo y tomó inmediatamente una medida demagógica de esas a las que ya tenía acostumbrada a la población: mandó traer a los jóvenes al Gran Estadio y ordenó que los cracks pasasen castigados a la cancha auxiliar. La plebe celebró alborozada la novedad, pero diez minutos más tarde todos desdeñaron lo que estaba ocurriendo en el Gran Estadio y empezaron a mirar el partido, abierto y divertido que jugaban los profesionales en el campo contiguo.
Cuando Gregorio Samsa (en tiempos no muy lejanos, crack indiscutible) se despertó una mañana después de un sueño intranquilo (producido por el recuerdo fresco del gol en contra y el penal errado que hicieron perder un campeonato) se encontró sobre su cama convertido (por los mismos hinchas que antes lo adoraban) en un monstruoso insecto.
Hacía como cien años que no metía un gol. Un buen día, que por extraña paradoja era un día de lluvia interminable en aquel pueblito colombiano, Aureliano hizo, abracadabra, aracataca, una jugada mágica y se encontró en soledad frente al arco. Todos empezaron a escribir la crónica de un golazo anunciado, pero inexplicablemente el cándido delantero se puso a recordar a sus putas tristes y demoró el tiro, aunque un instante después decidió que no habría más penas ni olvido y marcó el gol. Fue un gol de otro partido.
Uno de los párvulos solicitó formalmente a la honorable vecina de la vivienda ubicada a mitad de la calle tuviera a bien reintegrarles a los allí presentes el redondo elemento que estaba haciendo las delicias de todos hasta el preciso instante en que un imprevisto rechazo alto obligó a la suspensión de la actividad que se estaba desarrollando. La solicitud se formuló, contrariamente a lo que cualquier persona educada pudiera suponer, de un modo directo y sin circunloquios. Uno de los requirentes se expresó del siguiente modo: “Señora, ¿me da la pelota?”
Sebastián Vigili del Fuoco (+qepd). Los simpatizantes de la populosa hinchada de Sportivo Patria y su patrocinante, el letrado Hugo Sánchez Barra, participan a la comunidad futbolística en general del fallecimiento del venerable árbitro Sebastián Vigili del Fuoco, el cual permanecerá en nuestros corazones desde el día en que cobró tres penales y expulsó a dos rivales en el partido que significó nuestro ascenso a Primera División en la inolvidable tarde del 5 de diciembre de 1996, y que no obstante en el encuentro clásico del domingo próximo pasado tuvo algunos deslices que generaron nuestra lógica reacción en la cual el proyectil que se le fue arrojado pretendía actuar como correctivo, pero nunca destinado a producir el fatal desenlace. Sus restos serán inhumados en el Cementerio de la Chacarita.
El rústico marcador de punta llegó al entrenamiento con impecable saco azul de terciopelo, fina camisa blanca de seda, corbata con discretos lunares azules, pantalón de franela gris, lustrosos zapatos de charol y medias negras de hilo. En el vestuario, el nuevo entrenador, uno flaco, altísimo, no pudo reprimir la reflexión:
–Escúcheme, Quique: usted viste bien, combina muy bien los colores y tiene muy buen gusto, por lo que se ve. ¿Me puede explicar por qué en la cancha juega con pantalón verde y saco rojo?
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