Lun 09.02.2009
libero

CONTRATAPA › EL CHUBUTENSE OMAR NARVáEZ SUPERó EL RECORD DE DEFENSAS DE CARLOS MONZóN

Poderoso el chiquitín

En la madrugada de ayer derrotó por nocaut técnico en el décimo asalto al retador estadounidense Raynota Whitfield y conservó por decimoquinta vez el título mosca de la OMB. Talento, velocidad, variantes e inteligencia para una noche consagratoria.

› Por Daniel Guiñazú

Algo tiene Omar Narváez que lo pone entre los grandes. Y ese algo es tan sencillo de contar como difícil de conseguir. Ese algo se llama clase. Y es lo que le permite dar lo máximo de sí mismo ante la máxima exigencia. A Narváez no lo achican las peleas difíciles, más bien lo agrandan. Cuanto más lo acecha su rival, más deslumbran su talento, su velocidad, sus variantes, su inteligencia. Podrá estar mejor o peor el chubutense. Podrá tener noches más encendidas o más apagadas. Pero nunca estará por debajo de las circunstancias. Más bien siempre dará la talla del acontecimiento. Ante los adversarios más complicados (Everardo Morales, Alexander Mahmutov, Bernard Inom), Narváez ofreció siempre su mejor versión. Y eso es patrimonio de unos pocos, ciertamente de los más grandes, los fuera de serie.

Frente a Raynota Whitfield volvió a pasarle lo mismo. Había coincidencia de que se trataba de su oponente más serio. Y que su título mosca de la Organización Mundial estaba en riesgo. Whitfield metía miedo con su invicto de 22 peleas, con 11 victorias antes del límite. Y, sobre todo, con su altura desmesurada para la categoría (1,70m, diez centímetros más que Narváez). A diferencia de otras noches más serenas y confiadas, no estaba tan claro de antemano que Narváez fuera a ganar. Pero el campeón fue más campeón que nunca. Después de un comienzo parejo y tenso, dio otra lección pugilística y barrió al estadounidense del ring del Nuevo Gimnasio Aurinegro de Puerto Madryn, Chubut, hasta que a los 53 segundos del 10º asalto, el árbitro puertorriqueño Samuel Viruet lo retiró de la pelea y abrió paso a un estallido emocional. Narváez había retenido por 15º vez su corona y había quebrado el legendario record de 14 defensas exitosas que Carlos Monzón construyó entre 1971 y entre 1977 en los pesos medianos. O sea, había entrado en la historia.

Y es aquí donde el cronista se detiene y se pregunta: ¿cuál fue el saldo más importante de una noche imborrable? ¿El logro de la cita estadística? ¿O la ratificación de las notables aptitudes de Narváez para la práctica del boxeo? En realidad, vale todo. Con las salvedades ya hechas respecto de la multiplicación de las entidades y los títulos y del diferente nivel de oposición, no son tantos los campeones que, como Narváez, llevan 6 años y medio y 15 combates en posesión de sus cinturones. En una época marcada por la fugacidad, en la que las coronas se caen de las cabezas de una pelea a la otra, el chubutense ha logrado armar un reinado sólido y estable. Y eso es algo que debe ser reconocido. Tanto como que Narváez haya brillado como brilló y haya producido un trabajo soberbio, casi sin puntos para la crítica, con todo para elogiar.

La pelea en sí cambió en el 4º round. Whitfield (50,600 kg) le abrió la ceja izquierda a Narváez (50,500kg) con un cabezazo, y luego le partió la nariz con un codazo. La sangre derramada instó al chubutense a afirmar más sus manos y apurar el ritmo. Y fue ahí mismo donde empezó a quedarse con el combate. Porque a su velocidad de brazos y piernas, indispensable para entrar y salir de la corta distancia y reducir la ventaja de alcance que el estadounidense le llevaba, le sumó mayor continuidad y poder en los envíos. Narváez calentó sus motores. Pero no por eso perdió línea y estilo. Hay que ser demasiado buen boxeador para que pase eso.

Además, Whitfield contribuyó con su estatismo. No le dio salida reiterada a sus brazos largos para tenerlo a raya al chubutense. No les puso movilidad a sus piernas para pasearlo por todo el cuadrilátero. Se quedó a tiro del campeón, sorprendido y desconcertado cada vez que le llegaba la derecha en apertura o cruzada y la izquierda cruzada, ascendente o voleada. Intentó enredar la pelea apelando a las infracciones. Pero el árbitro Viruet no se lo dejó pasar. Y le descontó dos puntos, en el 7º y el 9º round, por sendos codazos malintencionados.

Precisamente en el 9º, Whitfield tambaleó por la sumatoria de golpes que recibió de Narváez. Estaba el terreno listo para la definición. Whitfield no tenía más: había llegado a su límite físico y emocional. Y el campeón no desperdició la oportunidad. Se abalanzó sobre su confundido retador y con dos derechas cruzadas, primero lo petrificó y luego lo dejó pisando con los talones. Viruet se apiadó de él y decretó el nocaut técnico cuando hacía rato que había quedado en claro quién era quién. Decretado su triunfo, Narváez se trepó a lo más alto de una de las esquinas y, con el clamor de su gente como banda de sonido, cerró los ojos y le gritó al mundo que se sentía el mejor y que ya no le debía nada a la historia.

Sin embargo, quiere más. En la madrugada de Puerto Madryn ya se andaba hablando de que este año, sí o sí, Narváez hará una pelea unificatoria ante el filipino Nonito Donaire, el campeón de la FIB y que hasta podría llegar a subir al peso supermosca para desafiar al tricampeón armenio Vic Darchinyan. Su calidad necesita de este tipo de peleas. Cuando lo alumbran las grandes luces y su cuerpo destila la adrenalina del peligro, Narváez no se esconde. Saca pecho y libera lo que verdaderamente es: un boxeador estupendo, un campeón como los que ya no hay.

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