CONTRATAPA
Uno de los discípulos de César Luis Menotti, el ex campeón mundial Rubén Rossi, lo retrata tras el homenaje que la Cámara de Diputados le tributó al entrenador este mes.
› Por Rubén José Rossi *
Pobre nací y pobre vivo
por eso soy delicao.
Estoy con los de mi lao
cinchando tuitos parejos
pa’ hacer nuevo lo que es viejo
y verlo al mundo cambiao.
Atahualpa Yupanqui
La Cámara de Diputados de la Nación le rindió recientemente un merecido homenaje a César Luis Menotti, y yo tuve el inmenso orgullo de recibir la invitación para asistir a este evento. Me fue imposible concurrir, y precisamente esa ausencia es la mayor motivación para agrupar estas palabras.
Lo conocí justamente en 1978, meses después de que se coronara campeón del mundo como entrenador de la Selección Argentina, en el ya desaparecido estadio de San Lorenzo, El Viejo Gasómetro de Avenida La Plata, en donde formalmente se haría cargo de la Selección Juvenil y adonde yo llegaba para ser evaluado, junto a otros muchachos, sin grandes ilusiones de incorporarme a esa selección. A fuerza de ser sincero, su sola presencia me deslumbró.
Cuando, casi sin percibirlo, volvieron a convocarme a ese equipo, que luego quedaría en la historia por Diego, el título y el fútbol que desplegó, comencé a notar que este Quijote contemporáneo muy pausadamente me hacía reencontrar con mi infancia... y fue recién ahí donde descubrí por qué, muchos años antes, en un televisor en blanco y negro, mi padre –quien me tenía sentado en sus rodillas– en un recodo del living de mi casa en Barranquitas, gritaba como loco cada gol que Brasil le convertía a Italia en la final del Mundial de México 70, un choque en el que el jogo bonito aniquiló al catenaccio. Desde esa revelación personal, César empezaba a ganarme la cabeza, pero sobre todo el corazón.
De su mano fui aprendiendo muy mansamente todo lo que simbolizaba el espíritu y la esencia del viejo y querido fútbol argentino. Me fue instruyendo en como esto de “jugar al fútbol para ganar” no tenía nada que ver con “ganar como sea”; mientras tanto, yo veía con estupor cómo extirpaba mis limitaciones futboleras y ampliaba mis potencialidades...
César me ilustró en el arte de la rapidez para solucionar mis problemas de velocidad, me alfabetizó en la recuperación de la pelota haciéndome ignorar la interrupción de la jugada, me disciplinó en el cuidado del balón, en ese pase corto y seguro que siempre asegura acortar la distancia a la jugada de gol.
Me demostró con hechos que “pasar las zonas” con un pelotazo, para él era peor que un gol en contra; que rechazar a cualquier lado sólo termina prolongando la agonía del que ya perdió en el juego antes que hacerlo en el resultado, y que una patada a un rival, un codazo o una acción violenta no son signo de virilidad sino de cobardía, porque el verdadero coraje en el fútbol no es la ausencia del miedo, sino la capacidad de aprender a superarlo jugando, pero por encima de todo sabiendo por qué, para qué y para quién se juega.
En aquel mítico equipo de Japón en 1979 le confió a Juan Simón la defensa, a Diego Maradona la gestación; a Ramón Díaz la definición y a mí la “marcación en ataque”, concepto clave para cualquier equipo que tenga verdaderas aspiraciones de protagonismo y que hasta el día de hoy sigo custodiándolo como un dogma para mis formadores y jugadores.
Cada hombre es la suma de todo lo que ha hecho y desde esta consigna él ha sido, es y será para mí fuente inagotable de sabiduría, conocimiento, idoneidad, cultura. Porque en él se resume la rica historia futbolera, “la nuestra”, como me gusta decir, la única que como el roble se fortalecerá desde adentro sin tanto buscarla afuera.
Ya sean las cenas que compartimos los miércoles, como las caminatas por las playas de Necochea (cuando tuve el lujo de ser su técnico alterno), han servido más a mi formación humana y profesional que mil congresos deportivos. Si bien siento tanta admiración por él que me molesta en mi presencia que algún joven lo tutee, creo haber aprendido y comprendido muy bien su mensaje: “Nunca me imite, siempre sea usted, no quiera parecerse a mí”. Para ser menottista uno tiene simplemente que “ser uno mismo”. No hay que fumar mucho, dejarse el pelo largo, ni escuchar buenos tangos, sino tener aspiraciones permanentes de aprendizaje, una gran dosis de sensibilidad, convicciones, ética y por sobre todo mucho amor por el juego.
El Flaco es atemporal, de todas las épocas, del ayer y del mañana, moderno siendo antiguo, eterno futbolista que sólo se siente feliz entre sus pares, “los de su lao” como dice el poeta... No hay dudas de lo justo del homenaje, pero sé que en su interior se siente permanentemente homenajeado en cada gambeta, cada caño, cada enganche, cada pared que tira ese “pibe”, ese “atorrante con inquietudes” (como alguna vez se autodefinió), que en el juego encuentra muchas veces ese sentido de pertenencia que los malos gobernantes le quitaron fuera de las canchas y en las siempre inhóspitas tribunas de la vida.
* Ex campeón mundial juvenil en Japón 1979; director del fútbol infanto-juvenil de Colón.
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