Lunes, 24 de septiembre de 2012 | Hoy
CONTRATAPA › A DOS AñOS DE SUDáFRICA 2010, UNA REALIDAD QUE NO CAMBIó MUCHO
Por Guillermo Blanco
Los deditos de betún arañan el perfil blanco de la combi protegida por una cortina enrejada para brindar tranquilidad suprema a los turistas que han tenido la “valentía” de ingresar a este condado sudafricano donde sus seis letras entretejen tanta historia de desigualdades cotidianas, donde se vive a expensas de la mano de cada dios.
Alguien muestra una moneda cerca de la ventanilla y un puñado de chiquitos flacos y descalzos se tiran como monos desde afuera de la jaula para hacerse de ese metalcito redondo de un ran como si fuese un maná bíblico, al que no alcanzarán. Porque la combi arranca y la moneda vuelve al bolsillo del europeo occidental que sonríe pensando quién sabe qué, pero seguro que no en una realidad que no siente suya ni por asomo. No lo cree su problema.
Esto es Soweto, señores. Por fin, Soweto. El que se fundó en 1904, donde nació Mandela y su primera mujer, Winny, debió sufrir los embates blancos en la época de apartheid, cuando Nelson fue puesto durante 27 años en un cuarto de tres por tres de la cárcel de Roand Island. Aún se recuerdan aquellos ataques que obligaron a blindar la casa hoy tansformada en museo y en la que todo huele a dignidad, a calma, a lucha, a pueblo sufrido. El viejo teléfono con manopla al lado de la cama habrá sido imprescindible para mantener viva la llamita del calor cuando no había posibilidad de una simple caricia.
Afuera bailan. Son pibes y pibas que bien podrían semejar a chicos de la Villa Itatí, o la 31, o la 21 o la 11-14 o la del número que uno prefiera. Al menos le ponen música a una letra poco clara y encuentran una excusa para no andar deambulando entre los pastos y maderas quemados que algún día sumarán más ciegos a la estadística, porque haciendo fuego es la única manera de mitigar el frío intenso de los inviernos aunque a la larga las retinas se resientan y la mirada se esfume.
Hay lugar para todos en Soweto, y es curioso. Hasta para un barrio clase media, negra al fin, pero media, en la que se puede tener un techo por 15.000 rands, unos 2000 dólares, descontados del alquiler por un plan estatal. Un poco más allá, en Orlando West, el orgullo se pone de pie con el nombre de Hector Pieterson, símbolo de la masacre contra una estudiantina fervorosa y humillada que el 16 de junio de 1976 fue arrasada y la muerte multiplicada por 570, número de exterminados en la protesta por no querer incorporar por decreto el idioma afrikaaner. Es que no era el de ellos. En verdad el pibe había nacido con el apellido Pitso, pero su madre le puso otro, con el que podría enfrentar la vida con alguna chance más de supervivencia.
Soweto, el de la maravillosa película protagonizada por su propia gente... El de estas casas al este que no tienen nada que envidiar a las de un barrio cerrado de Pilar, habitadas por negros que se han hecho ricos y a los que se les ha ido destiñiendo el origen, aunque por lo menos siguen ahí, separados por poco de la miseria real, terrible, horrorizante, alarmante y cruel que ya se ve ahora en esta choza de tres por tres –como la celda de Mandela en la cárcel, aunque muchísimo menos higienizada–, donde una señora negra de la tribu xhosa recibe a los visitantes y les cuenta que ha muerto su hija y le ha dejado tres nietos para criar, y ante la pregunta silenciosa comenta que algunos duermen en el piso de tierra y que hacen sus necesidades ahí afuera, que no tienen cloacas pero les sobra barro, sol cálido y un frío que baja sí o sí a las 5 de la tarde.
La única referencia del Mundial de fútbol es la alegría de uno de sus nietitos, que está contento porque juega Sudáfrica, su orgullosa Bafana bafana. Qué importa que ya haya sido eliminada hace una semana atrás si el negrito es feliz. Al menos reciben agua de un camión y pueden abastecerse con los fuentones que lleven. No es como en las zonas más acomodadas, donde tienen hasta 6000 litros por año y el exceso hay que pagarlo. Acá no hay sitio ni para un mísero almásigo donde sembrar cebollas y tomate, para mitigar el hambre, pero como tampoco hay plata para una pala, se complica más la vida, cuyo promedio no debe ser mucho más alto que el de esos punteros tan conocidos en nuestras tierras que permiten el ingreso “hasta ahí” y que deben andar por los 45, 50 años...
Hay muchos nativos a quienes la realidad los vence. Algo parecido a nuestros tobas y wichís del chaco salteño, o de otras tribus que han ido extinguiéndose sobre el mapa argentino. A esto que podría ser una villa miseria, o irónicamente un cantegril uruguayo o una favela brasileña, se le ha puesto nombre propio, algo que no deja de ser alentador porque la memoria no se ha perdido, ni mucho menos las ansias de libertad, aunque en Monsoaledi (en recuerdo de otro mártir negro que tiene una calle con su nombre) hay jóvenes que tratan de volver a llenar el Mar Rojo con cucharas, como este treintañero llamado Peace, que con un inglés preciso y turístico trata de hacer entender al invasor la problemática de su gente.
Los negritos ahora revolotean, uno de no más de 5 años se acerca y con un “What is your name?” no espera la respuesta y orgulloso saca pecho: “I’m Bed.....!”. El nombre es el único orgullo que tienen, porque el apellido ha sido dado casi siempre por un padre que ya no está, y la desprotección avanza como el SIDA, que si no fuera una sigla no merecería las mayúsculas, porque el estrago se viste de drama ahí cerquita nomás, en el hospital más grande de Sudáfrica, el ex nosocomio militar llamado Barawuana, donde día tras día en el laboratorio de análisis agranda una estadística letal. Y los médicos y enfermeros están curtidos por la atención permanente de negros peleadores en las madrugadas y amaneceres, acaso por el alcohol o las drogas o reivindicaciones ancestrales no resueltas, como las de zulus contra swanas y otras.
Ninguna de esas trifulcas lleva implícita la palabra “sevenza”, que significa “trabajo”, porque quien accede al mismo suele ser ese aluvión de mujeres heroicas que pelea de manera distinta, realizando tareas domésticas avaladas por una reciente ley gubernamental de apoyo para que esta gente deba ser incorporada a puestos laborales. Quienes acudan a los hospitales al menos tendrán un poco de fortuna: ya no hay malaria, porque la zona seca ayuda a su extinción, pero la ceguera, se insiste, será una posible amiga en la ancianidad producto de la quema de maderas y gomas para pelearle al frío.
Ahí, a la vuelta del camino, volviendo al living del inmenso e inentendible Soweto, y como un canto a la contradicción, en el corazón del barrio surge el shopping Maponya, que lleva el apellido de un negro con mucha plata, posee un par de complejos más, y dice que es para que su gente pueda trabajar, como nos explica el argentino Atilio Caserto, maestro mayor de obra paranaense que anda por Johannesburgo desde hace ya muchos años y conoce del tema. De alguna forma es quien nos va devolviendo a nuestra propia realidad mientras emprendemos el camino de regreso a esta civilización que pretendemos ordenada y en marcha, con un remanente de basura bajo la alfombra, tan distinta a la que acabamos de ver en una mínima expresión, y en la cual la lucha de clases no necesita de libros políticos explicatorios para ser entendida. Esa que se pone en evidencia en cada uno de esos deditos de betún que siguen arañando la chapa de la combi, suplicando por un mísero rand que el turista europeo ya volvió a guardar en su bolsillo, antes de dormitar en el viaje de regreso al centro.
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