Lunes, 27 de mayo de 2013 | Hoy
CONTRATAPA
El fallo dividido no premió con justicia los méritos del chubutense para defender por séptima vez su título mundial supermosca de la OMB, esta vez ante el mexicano Felipe Orucuta, en su 26ª pelea mundialista. Pudo haber sido un despojo.
Por Daniel Guiñazú
Cuando la inconfundible voz del anunciador estadounidense Jimmy Lennon les anunció a los 8000 espectadores que había una decisión dividida, un murmullo sorprendido recorrió las cuatro tribunas del viejo Luna Park. A la vista de casi todos, Omar Narváez había acumulado ventajas lo suficientemente claras como para llegar a una victoria sin sobresaltos y a los puntos. Pero también se sabía que al menos un jurado, el yanqui Bill Lerch, había sido generoso en exceso con los méritos del retador mexicano Felipe Orucuta.
La lectura de su tarjeta, 118/110 para el azteca, llenó de zozobra a las tribunas y también a Narváez y al nutrido equipo que lo rodeaba. El fallo 115/113 favorable al campeón chubutense que entregó otro juez estadounidense, Rocky Young, le devolvió el alma al cuerpo a muchos. Fue en ese momento cuando, sobre el ring, Osvaldo Rivero, el mánager de Narváez, cerró los ojos y se encomendó a sus seres más queridos esperando lo peor: que le birlaran injustificadamente el título supermosca de la Organización Mundial, en su propia cara.
Sin embargo, la tensión se esfumó en un instante: el portorriqueño José Roberto Torres dictó otro 115/113 para Narváez, que le permitió retener por séptima vez su corona de las 115 libras y sumar su noveno triunfo sobre el legendario cuadrilátero de Corrientes y Bouchard. Con mucha mayor amplitud en el concepto general que en los cómputos amarretes de los tres jurados. Para Líbero no hubo duda: Narváez ganó 117/111.
¿Qué pasó entonces? ¿Por qué hubo tanta diferencia en las miradas y en las interpretaciones de lo que sucedió en la madrugada del domingo? Algo debe quedar en claro: salvo en los dos últimos rounds en los que Orucuta (52,050 kg), mandado desde su rincón por su técnico, el gran Ignacio Beristain, metió más presión que nunca y conectó algunos buenos golpes, Narváez (52 kg) siempre tuvo la pelea bajo su control. Con un trabajo sereno, sin brillos pero tampoco sin angustias, manejó la distancia con su excelente juego de piernas y sorprendió reiteradamente al mexicano con su izquierda que pegó tanto en partida como en contragolpe. El chubutense aplicó, sin dudas, los mejores impactos del combate, justos aunque sin potencia. Sin embargo, los tres jueces parecieron estar sintonizando otro canal a la hora de sus evaluaciones.
Seguramente, se dejaron llevar por el avance insistente pero sin luces de Orucuta, que caminó hacia adelante y disparó muchos golpes, casi tantos como los que dieron en los brazos del campeón. El mexicano avanzó siempre. Pero no fue eficaz. Y esa eficacia, condición indispensable para adjudicarse una pelea, le correspondió a Narváez, aun combatiendo en retroceso o de contraataque. Revela una visión demasiado lineal y simplista del boxeo recompensar a un boxeador por el mero hecho de “ir al frente”. Las peleas las ganan los más eficaces, los que conectan los mejores impactos, los que dominan las acciones. Y ese fue Narváez. Que lo haya hecho caminando hacia atrás o hacia adelante, al fin de cuentas es un detalle que no modifica demasiado la ecuación.
Más allá del fallo, el chubutense volvió a ratificarse como un boxeador inoxidable. Físicamente bien puesto y sin quejas visibles sobre el estado de sus manos, siempre resentidas, no parece acusar recibo de sus 37 años y de estar más cerca del ocaso inevitable que de la cima de su campaña. Hizo su 26ª pelea por un título del mundo, la séptima defensa de su título supermosca y sigue como si tal cosa. Es lógico que así sea: sus piernas continúan ágiles, su cintura se mantiene flexible, los reflejos permanecen frescos y su lectura de cada tramo de la pelea resulta insuperable. Gran estratega y mejor táctico, es una buena noticia que Narváez no piense en irse, sino en quedarse y tenga ganas de seguir entregando grandes noches de boxeo.
En los papeles, Orucuta era el rival más temible que podía tener enfrente: llegó con 23 victorias por fuera de combate, las diez últimas de manera consecutiva. Pero en el ring, el lobo noqueador se transformó fue un cordero manso que terminó rendido ante las evidencias de un estilo sin tiempo. Por eso, sonó injusto que tres jurados con un ojo tapado hayan entregado tarjetas más cercanas a una novela de suspenso que a un certero veredicto deportivo. Quedó la impresión de que quisieron perpetrar un atraco. El talento eterno de Narváez no se los permitió.
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