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Lunes, 3 de agosto de 2015

CONTRATAPA

Piernas rápidas

El siguiente texto pertenece al libro Cuentos del Deporte, escrito por Osvaldo Arsenio. Aquí plantea quiénes son los verdaderos dueños del fútbol y brinda un homenaje a los jóvenes que son explotados por esa gran maquinaria que rodea a la pelota.

Cuando Abi Kalule despertó aquella mañana y se levantó de esa especie de pesebre que es su cama de todos los días en las afueras de Bogandé, un pequeño villorrio en el nordeste de Burkina Faso, se rascó con fuerza las mejillas hinchadas y doloridas por las picaduras de los insectos que pululaban en el piso polvoriento. Sin embargo, Abi era bastante sano y el único de sus hermanos que había logrado llegar a los 10 años, y por cierto tenía mucha suerte, ya que también era el único de la familia que se había vacunado contra varias enfermedades, cuando lo llevó su mamá de muy chiquito al pueblo para participar del primer “Childs Survival Day”, algo así, como “El día del niño sobreviviente”, donde una ONG repartió vacunas en agosto de 2003.

Luego, la mamá se enfermó de los huesos y ya no pudo llevar a los otros hermanitos al siguiente “Childs Survival Day”, el del invierno de 2007. Todavía adormecido, sintió al lado la respiración pesada y fatigosa de su hermana, la pequeña Niagé que por suerte no había llorado a la noche, o por lo menos, él no lo había notado, también escuchó a la mamá afuera haciendo las tareas de siempre, y tratando de encontrar algo de pasto, cosa bastante difícil en la estación seca, para alimentar a las tres cabras que convivían con la familia.

Abi se levantó sin hacer ruido, y pensó en lo que podría hacer ese día y es que allí hasta donde alcanzaba la vista, no había nada, apenas polvo, piedras y algunos arbustos, y Bogandé está lejos, a casi un día de marcha.

Además, por cierto, ¿qué se podía hacer en el pueblo sin dinero? Abi sólo vio dinero dos ó tres veces en su vida hace mucho, cuando su madre trabajó algunos meses descargando cajas en el único mercado del lugar. El dinero sirve para comprar cosas que uno necesita, le dijo entonces su mamá Ione, mientras él pensaba en una pelota y comida.

Para peor, hoy no era el día para buscar agua cerca del cruce de caminos que va al pueblo. Eso sí le gustaba, pero no era sólo por traer el agua fresca que reemplaza a la oscura y fétida que a veces trae del río cercano. El viejo Babu, que era el único de la aldea que había visto hace muchos años, plantas y árboles altísimos hasta muy cerca del agua, donde ahora sólo hay piedras y barro, siempre les repetía, que aquel riacho, que bajaba del gran Volta, ahora traía agua mala para el cuerpo, quizá por eso, sus otros hermanitos ya no estaban con ellos, pensó algo entristecido.

Abi Kalule caminó unos pasos hacia afuera de la choza, desperezándose, es flaquísimo y muy alto para sus 10 años, desgarbado, casi un palito de escoba, sus piernas parecen como de cristal, pero se mueven rápido y con armonía, sobretodo cuando hace lo que más le gusta, jugar al fútbol.

Por fin pasó ese día lento, caluroso, polvoriento y rutinario como tantos otros, y cuando se despertó tras una noche intranquila, su mamá ya le tenía preparado el cacharro de barro para traer el agua buena. Abi salió como siempre, bien temprano, y sabe que tiene que volver muy rápido con los preciosos 10 litros de agua, que la familia usa para cocinar y tomar.

El tanque que renueva el agua fresca pasa sólo tres veces a la semana por el cruce de caminos, y es la única alternativa a la del río que corría más allá muy cerca de su choza, entre un lodazal hediondo y oscuro que como un hilito de vida bajaba de las sierras, donde muchas máquinas y hombres buscaban oro tan tenazmente que en Bogandé y las aldeas cercanas casi no quedaban padres.

Abi Kalule es obediente, pero determinado en sus gustos y no escarmentaba nunca. Los cinco kilómetros por el sendero polvoriento, normalmente no le tendrían que llevar más de cuatro horas de ida y vuelta, incluyendo la espera cerca del tanque donde se arremolinaban las mujeres y niños de las aldeas cercanas, pero no, Abi tardaba siempre seis horas o más, y no le importaban esas palizas de su mamá con la vara de mimbre por demorarse.

Es que Abi se detiene todos esos días al volver, en un campito de tierra algo pedregosa, donde lo esperan Mobi y Banjo, sus mejores amigos, para jugar al fútbol con otros chicos que, como ellos, buscan agua para sus casas. Era el mejor momento del día para todos, el único donde había risas y alegría y que les traía situaciones inesperadas a su rutina.

La pelota que su amigo Mobi cuidaba como un tesoro era de un plástico duro, regalada por un turista sueco, y algo más chica que las de verdad, que habían visto en los carteles con propaganda del Mundial de Sudáfrica, y en el mercado de Bogandé.

A veces, cuando había viento, las tormentas de polvo interrumpían el partido, pero por suerte no duraban demasiado. Después de jugar, Abi retomaba rápido el camino a casa con el cántaro casi lleno de agua recalentada, y al llegar, lo de siempre, la corrida de la mamá y un par de varillazos no muy fuertes en las piernas, no está mal pensó ese día, mientras escapaba de la varilla –dos golpes suaves por dos golazos–, y se relamió recordándolos una y otra vez hasta que el sueño lo venció.

Un día como tantos, cuando llegó al campito con su cántaro vio una camioneta con dos hombres blancos, desconocidos y bien vestidos, Mobile gritó desde lejos.

–¿Nos quieren ver jugar?

Al principio jugaron algo cohibidos por los extraños, pero después se olvidaron de todo como siempre y comenzaron a divertirse. De pronto, Abi recibió la pelota de Banjo y se fue rápido por un costado, eludió el cruce del torpe Mobeng adelantando la bola con la zurda, y cuando le salía el esmirriado Alul, que siempre jugaba al arco, le amagó con la cintura como sólo el sabe, y se fue por el costado, entonces la pelota se escurrió entre las piernas abiertas del arquero y Kalule entró triunfal, casi caminando, con pelota y todo al arco marcado por dos montículos de piedras. Abi levantó los brazos y sonrió con sus dientes blanquísimos mientras sus compañeros lo abrazaban.

Cuando terminó el partido, los hombres se acercaron a él y a Banjo, para preguntarles la edad, dónde vivían y por fin se fueron. Los días siguieron pasando, tan sistemáticos como las picaduras de los bichos, hasta que, varios meses después, la camioneta volvió y estacionó junto al camino, y los dos hombres hablaron con mamá Ione afuera de la choza, y cuando la mami lo llamó para despedirlo, Kalule al fin supo que iba a hacer lo que más le gustaba en la vida, jugar al fútbol.

Luego de un viaje largo y cansador, junto con otros chicos, primero en camión, luego en un barco, y finalmente en bus, llegó a una casa hecha toda de piedras muy fuertes en un país que le contaron, se llamaba Madrid, donde la gente hablaba un idioma que no entendía y allí, lo hicieron bañar, le miraron el cuerpo, los dientes, y por fin lo metieron en una habitación con su amigo Banjo y otros seis más.

Al otro día le dieron, entre varias cosas, su primer par de zapatillas y dos camisetas con números en la espalda. En la casa había siempre agua fría y caliente, que salía por unos caños, camas blandas y hasta una televisión más grande que la que vio una vez en Bogandé. Pero lo mejor empezó enseguida, una fiesta verdadera, con fútbol y tres comidas todos los días, y unos señores blancos que siempre venían a ver los partidos en esa cancha grande y hermosa, con arcos de verdad, donde caerse no dolía, y con un pasto tan increíblemente verde como no había visto en su vida.

¿Qué más se podía pedir? Era feliz como nunca y si supiera escribir se lo contaría a la mamá allá en el pueblo. Pasó así casi un año, donde le fue muy bien, hizo muchos goles en las prácticas, escapando por izquierda y derecha, siempre sorpresivamente, con sus piernas hábiles, veloces y de movimientos a veces indescifrables, y le prometieron que el año próximo, tal vez, lo probarían con los niños de un club llamado Real Madrid, y hasta le darían algún dinero, que le serviría para pagar su alojamiento.

Pero un día, en uno de los tantos partidos, los huesos de cristal de su mágica zurda crujieron después de trabar fuerte con un grandote de Camerún, y al estar dolorido y sin jugar bien toda una semana, lo llevaron a ver a un doctor que le observó detenidamente la rodilla, y después pidió que le sacaran algunas radiografías. Al otro día, un señor, sin decir nada, le abrió la puerta de la linda casa de piedra y lo dejó solo afuera. Y con apenas 11 años, Abi Kalule salió a las calles que casi no conocía y vio asombrado La Cibeles, gastó sus piernas de gacela gambeteando multitudes por La Gran Vía, y cuando sintió mucho hambre y frío, se acercó a unos muchachos de Gabón, que vendían sus artesanías arriba de una manta, cerca del Corte Inglés, y después de pasar un tiempo en los portales durmiendo y comiendo de las sobras de sus nuevos conocidos, ellos le ofrecieron trabajar en la calle.

Hoy, sus piernas flacas, armónicas y rápidas son toda una leyenda entre los vendedores ambulantes del centro de Madrid, es que no hay nadie más veloz para atar las mantas llenas de baratijas, y escapar de los cazadores de ilegales que abundan en estos días.

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